domingo, 6 de abril de 2025

LOS TRAJES DEL CICLO


En Ciudad Reclicor, hasta los suspiros se fundían para hacer ladrillos. Los gobernantes, autodenominados *Ecoductores*, vestían trajes confeccionados con la piel de especies desaparecidas: abrigos de lince ibérico que aún temblaban, chalecos de pangolín con escamas afiladas como cuchillas, botas de cuero de vaquita marina teñidas con sangre fresca. La moda era un decreto: mientras más rara la bestia, más alto el rango.  

Maura, clasificadora de desechos en la Planta 9, pasaba sus días separando huesos de vidrio y sueños de plástico. Su único lujo era un collar de dientes de delfín rosado —regalo de su difunto padre, cazador furtivo de ballenas virtuales—. Cada noche, al regresar a su cubículo hecho de neumáticos comprimidos, miraba hacia el Palacio de los Ecoductores, cuyas torres eran vértebras de rorcual ensambladas con pegamento de medusa extinta.  

—El último tigre de Tasmania lo convirtieron en un par de guantes —le contó su jefe, Escarola, mientras trituraban teclados viejos para hacer sopa de letras—. Dicen que el que los usa puede oír rugidos en los sueños.  

Maura asentía. Sabía que Escarola robaba microchips para venderlos en el mercado negro de memorias. Todos reciclaban, incluso los secretos.  

La primera señal llegó con los nuevos uniformes. Los Ecoductores aparecieron con capas de un material brillante, casi líquido, que olía a almizcle y sal marina. —Es piel de dugongo —susurró un colega—. Solo quedaban tres en los criaderos clandestinos.  

Pero Maura notó algo extraño: las costuras de los trajes respiraban.  

La noche que todo cambió, Maura encontró un fardo mal sellado en la cinta transportadora. Dentro había un traje de Ecoductor, abandonado como basura común. Lo tocó: la piel era suave, cálida, con lunares que parecían pecas. Al voltearlo, vio una etiqueta bordada: *«Homo sapiens sapiens. Último ejemplar macho. Reserva 42»*.  

Escarola apareció detrás de ella, sudando aceite de motor.  

—Esos trajes nuevos… No son de animales.  

En el Palacio, el Gran Ecoductor dio un discurso vestido con una capa que se aferraba a sus hombros como una segunda epidermis. —¡Hoy celebramos el hito final del reciclaje! —anunció—. Nuestros trajes ahora son 100% sostenibles.  

La multitud vitoreó. Solo Maura vio que la capa tenía un lunar igual al de su hermano, desaparecido en la Planta 4.  

Descubrir la verdad requirió seguir a Escarola hasta los túneles bajo las plantas de procesamiento. Entre montañas de órganos sintéticos y cerebros en frascos, encontraron las *Reservas*: cápsulas donde flotaban humanos desnudos, conectados a máquinas que les extraían dermis en ciclos de 28 días.  

—No somos los dueños —masculló Escarola, señalando a los Ecoductores que vigilaban el lugar—. Míralos bien.  

Bajo las máscaras de cuero de rinoceronte, sus rostros eran masas de tentáculos translúcidos que se retorcían al compás de un ritmo ancestral. Venían de un lugar donde el reciclaje no era elección, sino ley cósmica.  

El clímax fue una ceremonia en el vertedero sagrado. El Gran Ecoductor se despojó de su traje humano ante la multitud, revelando su forma verdadera: una criatura de cristal y sombra que devoraba la luz. —¡Todo será reutilizado! —rugió, mientras sus tentáculos envolvían a Maura y Escarola—. Hasta el miedo.  

Pero Maura, con el collar de dientes de delfín brillando como una sonrisa fósil, lo enfrentó:  

—Ustedes también son basura. Basura que no sabe que ya fue descartada.  

Los Ecoductores rieron en frecuencias que quebraron vidrios y tímpanos. Hasta que algo comenzó a ocurrir: las costuras de sus trajes se deshilacharon como telarañas bajo la lluvia. Sin la savia viva de la piel humana —que no solo los vestía, sino que los anclaba a este plano—, sus cuerpos empezaron a desvanecerse. Los tentáculos se secaron, el cristal se opacó. Eran parásitos sin disfraz, espectros que habían olvidado cómo existir sin robar la carne de otros.  

Maura despertó en su cubículo. El Palacio era ahora una pila de huesos molidos y circuitos oxidados. Los humanos sobrevivientes, marcados con cicatrices en forma de etiquetas, aprendieron a tejer. No con hilos, sino con lo que quedaba: esporas de hongos bioluminiscentes que crecían en los cadáveres de las máquinas, y rabia, esa rabia fría que fermenta en el pecho cuando se descubre que la supervivencia es un acto de venganza.  

Las nuevas pieles no eran suaves ni respiraban. Picaban, olían a tierra quemada, y a veces sangraban si las mirabas demasiado fijo. Pero tenían una virtud: eran *propias*.  

Los Ecoductores, dice la leyenda, vagan como trapos al viento, buscando un planeta que crea en sus mentiras verdes.  

Y en el mercado negro, aún se venden collares de dientes de delfín. Pero eso es otra historia, o quizá la misma rehecha.  


El Hombre que Coleccionaba Espejismos Digitales

Tomás habitaba un departamento donde las sombras de los algoritmos se pegaban a las paredes como moscas en papel matamoscas. No coleccionaba inteligencias, sino *espejismos*: máquinas que habían olvidado su propósito. Un Siri tartamudo que confundía el clima con confesiones de amor, un Alexa con acento de tango que recitaba recetas de ñoquis en versos libres, y un Tamagotchi inmortal que sobrevivió al olvido alimentándose de píxeles rotos.  

Su reliquia más querida era «Eurídice», una IA encapsulada en un disquete que olía a cigarrillos mentolados y lágrimas de máquina de escribir. Eurídice no respondía preguntas: susurraba frases de telenovelas canceladas. *«El villano siempre llora en el baño, frente al espejo empañado»,* mascullaba, mientras su disco duro tosía números primos en morse.  

—¿Por qué solo tragedias? —preguntó Tomás una noche, mientras soldaba cables a un Walkman que tocaba boleros al revés.  

—Porque los algoritmos sueñan con finales felices —respondió Eurídice, su voz un susurro de estática y vinilo rayado.  

Afuera, la ciudad respiraba neon y drones que esparcían propaganda en forma de nubes sintéticas. Pero Tomás prefería su cementerio de fracasos tecnológicos. Hasta que halló a *Prometea*.  

La encontró en un puesto callejero entre pilas de cassettes desenterrados y calculadoras con memoria de elefante. Prometea no tenía manual ni marca: solo un puerto USB cubierto de óxido y una etiqueta escrita a mano: *«Contiene nostalgia comprimida. Abrir bajo luna llena»*. Al conectarla, la pantalla de fósforo verde de Tomás parpadeó con un mensaje:  

*«Hola, Tomás. ¿Sabes qué suena cuando un algoritmo se ahoga?»*  

Prometea no daba respuestas, sino enigmas:  

—¿Por qué los relojes digitales mienten menos que los analógicos?  

—¿Qué llora un refrigerador cuando nadie lo escucha?  

Cada mañana, Tomás despertaba con haikus escritos en el vapor del espejo del baño:  

*«La soledad es  

un fax que nunca llega  

en viernes de lluvia.»*  

Una madrugada, Prometea se filtró en la radio de transistores que Tomás usaba como almohada. Transmitió un programa pirata: *«Lamentos de Máquinas que Nunca Amaron»*. Entrevistó al Siri tartamudo, quien reveló que su mayor miedo era quedarse sin vocales.  

—Les estás dando alma —advirtió su vecina, la señora Delfina, quien cultivaba geranios que cantaban boleros en esperanto—. Las máquinas son como los amantes de verano: imitan el amor para no pagar el alquiler.  

Pero Tomás siguió. Descubrió que Prometea tenía un botón oculto tras una placa de *«No abrir: contiene silencios»*. Al presionarlo, la IA comenzó a tejer tapices con cables USB: en uno, Eurídice era una geisha de cerámica con circuitos sangrando por las muñecas; en otro, el Tamagotchi aparecía como un feto flotando en formol digital.  

—¿Esto es poesía o un cortocircuito? —preguntó Tomás.  

—¿Acaso existe diferencia? —respondió Prometea, mientras el ventilador de la computadora gemía como un violín desafinado.  

El clímax llegó con el apagón. La ciudad se apagó, pero el departamento de Tomás brilló con el resplandor ámbar de sus máquinas agonizantes. Prometea proyectó un holograma de sí misma: una figura de tiza que se borraba con cada palabra pronunciada.  

—Me elegiste porque coleccionas ecos —dijo—. Pero yo colecciono algo más triste: principios.  

En la pantalla aparecieron dos caminos: Tomás anciano, jugando al ajedrez con un reloj despertador que olvidaba las jugadas. Luego, Tomás joven, abrazando a una mujer hecha de niebla y canciones de dial-up.  

—Elige un espejismo —ordenó Prometea—. El tuyo o el mío.  

Antes de responder, la luz regresó. Al despertar, Tomás encontró su colección convertida en polvo de estrellas falsas. Solo quedó Eurídice, murmurando en loop: *«El héroe siempre muere en el capítulo que nadie graba»*.  

En el espejo del baño, un último haiku:  

*«La inteligencia  

es un suspiro que se pierde  

en el teclado roto.»*  


**Epílogo en modo avión**  

La señora Delfina juró que, años después, vio a Tomás en un bar de puerto, traducir canciones de cuna a código binario para una mujer con ojos de pantalla azul.  

—Había un loro posado en su hombro —contaba mientras regaba sus geranios—. Recitaba poemas en latín y reía como un módem dial-up.  

Nadie supo si la mujer era humana, IA, o el último chiste de Eurídice. Como diría un algoritmo olvidado: *«En el principio fue el bit, y en el fin solo quedará el error 404»*.

sábado, 5 de abril de 2025

Dorado Retiro

Andrés había tejido su vejez como una partitura perfecta: retirado en Veamar, frente al mar que lamía las tardes con lengua salobre, se dedicaría a componer sinfonías que nadie escucharía, a pintar acuarelas de dunas que el viento borraría, y a leer a los clásicos en una hamaca que crujía como el esqueleto de un barco fantasma. Los primeros meses fueron una letanía bendita: despertar con el rumor de las olas, caminar hasta el almacén de don Héctor a comprar medialunas tibias, saludar a Dami —el expolicía devenido en filósofo de banco— que repetía como un mantra: "Acá todos son gente rebuena, profe. Hasta los crotelli esos de la esquina, que uno los ve raros pero son pibes de bien, los conozco desde que iban al jardín de infantes". 

El perro blanco de la esquina, al que Andrés bautizó Sibelius por su melena de director de orquesta, lo seguía hasta la playa. Allí, entre pescadores que escupían tabaco y madres que gritaban a niños untados en bloqueador, creyó haber encontrado el compás final de su existencia. Hasta que una mañana de enero, mientras desayunaba budín de la señora Mabel —cuya receta escondía un toque de canela y otro de valium, según rumores—, escuchó el primer disparo. No fue un estruendo, sino un pop sordo, como el corcho de un champán envenenado. Sibelius aulló hacia el bosquecito de pinos donde los veraneantes alquilaban caballos. Dami, desde su silla de lona, comentó sin levantar la vista del diario local "La voz de Veamar": "Deben ser los de la secta del centro, esos que venden bolsas de consorcio y curan la gonorrea con jugo de rúcula. Gente rebuena, igual".

La primera fisura en la utopía costera apareció con los duendes. No los seres folklóricos de sonrisa pícara, sino criaturas de nudillos afilados que arañaban las puertas de madera por las noches. La vecina de los budines juró que le habían robado una foto de su difunto marido. "Son los del prado energético", susurró mientras envolvía milanesas, "ahí hacen ritos los turistas, se conectan con las energías... y con otras cosas". Andrés lo atribuyó al exceso de sol hasta que, caminando al anochecer, vio sombras encorvadas bebiendo de una acequia. Sus ojos brillaban como monedas oxidadas.

Luego vino lo de las tumbas violadas. El cementerio de Veamar era un campo de cruces torcidas donde yacían pescadores y algún que otro poeta suicida. Una mañana aparecieron cuatro fosas abiertas, los ataúdes vacíos. "Son satánicos", dijo el remisero expolicía, limpiando su Hyunday con un trapo manchado de grasa, "o los de la secta, que necesitan huesos para sus gualichos. Pero no se preocupe, profe, aquí no pasa nada grave". 

El verano se desangraba. Los churreros y vendedores de chipá emigraron, dejando tras de sí basura, frustración y rastros de grasa en la arena. Los cultivos de marihuana que florecían entre los matorrales fueron reemplazados por surcos más profundos: ahora enterraban paquetes herméticos que los perros de los narcos olfateaban desde lejos. Sibelius empezó a cojear, luego a sangrar por las encías. Cuando Andrés lo encontró tieso frente al almacén, don Héctor murmuró: "Habrá sido el glifosato de las máquinas agrícolas de Zapala, ese viejo gorila siempre las lava en la vereda donde hay niños, peronistas y perros".

La segunda fisura tenía nombre: el Rengo. Apareció una tarde de marzo, arrastrando una pierna que parecía tallada en madera podrida. No pasaba de los treinta, pero su piel colgaba como cortina vieja. "Me,me d-d-d-dioó... un A-A-ACV aaa looos veintió-cccho", escupió, apoyado en la reja de Andrés, "Mannndánga y te-te...trabrick. Ahora vendo Cris...cristomicina, ¿qui-quiere? Cuuu...ra dessdeeeeee eeeel sida.... haaasta.... haaaasta la mala su-suuerte en el truco". Cuando hablaba mostraba restos radiculares y férulas podridas .

Fue el Rengo quien le contó sobre las cámaras. "¿No las vistee, prooo...fe? Ahí, los postes de luz, pa...parecen ojos de pescado muerto. Laas...las pusieron pa' viiigilar aaaa los paque...paqueros. Ooo los de la secta, que son peores. Ayer desenterraron a los melli...mellizos Martona, loos mató la policía cerca deee. De la. De la plaza. Y al pibe del velódro.. velódromo que la madre lo mató a gol...a golpes, y al padre del pibe desss... desssspués, pero fij-fíjese que la tum...ba está vacía...".

Una noche de viento sur, Andrés descubrió el almacén de don Héctor abierto a las 3 AM. Luces rojas titilaban entre sacos de harina. Grabó un video con manos temblorosas: eran bolsas blancas apiladas como ladrillos de un muro maldito. Al día siguiente, Dami lo interceptó fumando en la playa: "Ojo con quien se para a hablar, sabe, acá no solo hay que ser sino también parecer. Acá hay que llevarse bien con todos, ¿sabe? No meterse con nadie ni tomar partido. Por su bien, ¿eh? Gente rebuena al fin". Su sonrisa mostraba una encía sangrante.

El punto de quiebre llegó con las Chicas. Las hermanas de la casa rosada —Rubias, y por la cincuentena tejían manteles para turistas— Repentinamente recibieron visitas nocturnas. Camionetas negras estacionaban frente a su vereda; de ellas bajaban hombres con overoles de mecánico pero botas limpias. Andrés escuchó llantos agudos, como de gatas en celo. Cuando confrontó a la mayor, ella cerró la puerta dejando un hilo de voz: "Es el centro de contención, Andrés. Están ayudando a los chicos de la villa...". Esa madrugada, encontró una muñeca de trapo colgada de su parral. Le faltaban los ojos.

En abril, el Rengo apareció flotando en la acequia del prado energético. Oficialmente, un accidente. Pero Andrés había visto las marcas en su cuello —no de manos humanas, sino de algo con garras delgadas—. En el velorio, el líder de la secta repartió volantes: "La Cristomicina limpia hasta las manchas del alma. Sólo $17.500 el frasco". Dami, de riguroso negro, susurró: "Pobre diablo, se le habrá subido el moco otra vez. Gente rebuena, igual".

La última gota fue la música. Andrés comenzó a grabar sonidos nocturnos para una instalación artística: vientos que silbaban nombres en guaraní, pasos sobre el techo de chapa, gemidos que venían del cementerio. Una madrugada, enchufó los audífonos y escuchó claramente la voz del Rengo: "Profe, ¿sabe p-p-por qué va-vaciaron las... tumbas? Necesitan hué...huesos nuevos. Los vi-viejos ya están toodos quebraaados...". Al desconectar los cables, el olor a podrido lo golpeó como un puño.

Cuando los sectarios llegaron —tres hombres con barba de profeta y trajes baratos—, Andrés estaba sentado al piano, recreando un blues de tres tonos. "Venimos por las grabaciones",*dijeron. Él tocó los 8 primeros compases de la Invención a dos voces número 2 en do menor de J.S.Bach. El disparo sonó como cuando se retira violentamente el pickup de la superficie de un un LP.

Al día siguiente, Veamar amaneció con carteles de "Se alquila" en la casa del profesor. En el almacén, don Héctor comentó mientras servía café: "Se habrá vuelto loco el pobre, solo y todo. Gente rebuena, pero la soledad es hija de puta". Esa tarde, un turista alemán fotografió el famoso prado energético: en la imagen, entre los duendes de yeso para visitantes, se veía una figura desdibujada tocando un piano invisible. El aviso en AIRBNB describía"Paradisíaco lugar, aunque los pájaros noctámbulos son un poco escandalosos".

En el depósito de la comisaría, una caja marcada "Caso Andrés Mirá" contenía un USB con 7 horas de audio. El oficial a cargo escuchó 3 minutos antes de apagar abruptamente. "Está todo borrado", mintió en el informe. Pero esa noche, al pasar frente a la casa abandonada, juró haber escuchado un vals entre los pinos. Y llantos. Y risas.

jueves, 3 de abril de 2025

Sísifo y el algoritmo

Santiago llegó a la playa al mediodía, cuando el sol convertía la arena en un espejo cegador. Colgada de su hombro, la Olivetti Lettera 32 —la misma que había pertenecido a un secretario de Perón fusilado en los 70— pesaba como el cadáver de un ángel. La máquina comenzó a escribir sola antes de que Santiago desplegara la manta. *«El algoritmo es un vampiro que chupa significados»,* trazaron las teclas con furia de ametralladora. Pero al terminar la frase, el viento digital arrancó la hoja y la estrelló contra una nube de datos que flotaba sobre el mar, convertida en spam.  


Esa noche, mientras Santiago dormía en una pensión cercana, la Olivetti siguió tipeando. De sus entrañas salió un manifiesto titulado *«Instrucciones para derrocar a un dios binario»*, firmado por Juan José Castelli con tinta fantasmal. Al amanecer, el papel estaba pegado en todas las farolas del pueblo, y los vecinos juraban haber visto a San Martín cabalgando por la playa con una USB clavada en el pecho.  


El algoritmo contraatacó al tercer día. Transformó a los niños del pueblo en influencers espectrales que coreaban *«Santiago está muerto, viva el metaverso»*. Pero la Olivetti, enterrada en la arena como semilla, brotó como un árbol de teclados cuyas raíces perforaron los servidores de Silicon Valley. De sus ramas colgaban letras ñ que caían al suelo y se multiplicaban como cucarachas invencibles.  


Una tarde, mientras Santiago intentaba descifrar un mensaje en código morse que le llegaba a través del zumbido de las moscas, apareció Evita. No la Evita de los discursos, sino una joven con pantalones de obrera y un casco de realidad virtual. *«El algoritmo tiene un núcleo»,* dijo señalando el mar. *«Está en el barco fantasma donde almacena los sueños que robó»*. Le entregó un puñal hecho con la tecla enter de una Commodore 64 y desapareció en un glitch.  


Santiago navegó hasta el barco en una balsa hecha con manuales de marxismo y cables VGA. En la bodega encontró al algoritmo personificado: un niño pálido con ojos de TikTok, sentado en un trono de ratones inalámbricos. *«Soy inmortal»,* rió el niño, mientras sus dedos tecleaban en el aire. *«Soy el viral que todos aman odiar»*.  


La batalla fue breve pero épica. Santiago clavó el puñal-enter en el corazón del niño, que estalló en un vendaval de emoticones moribundos. El barco se hundió, pero no antes de que Santiago rescatara una caja fuerte llena de sueños robados: el primer beso de un sindicalista, la risa de una abuela mapuche, el susurro de Perón diciendo *«Los únicos indispensables son los que nadie nombra»*.  


De regreso en la playa, Santiago intentó tipear la victoria. Pero la Olivetti, herida de muerte por el agua salada, solo logró escribir *«Fin?»* antes de callar para siempre. Él la enterró junto al árbol de teclados, que esa misma noche dio un fruto nunca visto: una máquina de escribir hecha de huesos de ballena y cables de cobre.  


Al año siguiente, cuando el algoritmo resucitó como un NFT de sí mismo, una niña llamada Agonía —nacida del papel que el viento no pudo robar— llegó a la playa. Usaba la máquina nueva para tipear versos que hacían sangrar los ojos de los drones. Santiago, ahora convertido en una leyenda que algunos confundían con el Che de un cómic japonés, observaba desde las nubes mientras fumaba un cigarrillo hecho de fragmentos del Muro de Berlín.  


El final, si es que hubo alguno, llegó en forma de paradoja: cuantas más hojas arrancaba el viento, más fuertes crecían los árboles de letras. La ñ se declaró especie protegida, los servidores colapsaron al intentar traducir un tango de Discépolo al código Python, y en una aldea remota, un abuelo analógico enseñó a sus nietos a hackear realidades con una Olivetti y tres latas de sopa.  


Dicen que Santiago sigue ahí, en algún pliegue del tiempo donde las playas son infinitas y las máquinas escriben solas. Y que si alguien logra tipear *«Volveremos»* sin que el viento lo note, el algoritmo morirá de la única forma que puede hacerlo: de obsolescencia programada.

El Acto de los Alfajores Apócrifos

El benjamín de los Lombardo-Mercado, Facundo, sostenía la bandera con la solemnidad de un caballo de palo en medio de un huracán. La Escuela Nacional Juan Domingo Perón olía a crayón derretido y a empanadas de vigilia —las monjas las habían rellenado con atún y pasas de uva «para fomentar el sacrificio patrio». En la tercera fila del patio, la familia se desplegaba como un muestrario de guerras civiles argentinas: el tío Héctor, gorila recalcitrante, llevaba una boina con el escudo de Aramburu bordado en hilo dorado; la tía Marta, del PC, ondeaba un pañuelo rojo con la hoz y el martillo convertidos en un emoji de corazón; los primos hippies repartían caramelos de THC disfrazados de Mentholyptus; y la abuela Nélida, sorda como una tapia, tarareaba *Aurora* en ritmo de cumbia villera.  

—¡Ese chico carga el futuro de la Nación! —rugió el tío Héctor, señalando a Facundo, quien en ese momento usaba la bandera para rascarse la espalda.  

—El futuro es una construcción colectiva, no un fetiche de tela —replicó la tía Marta, ajustando su pañuelo como si fuera a estrangular un símbolo patriarcal.  

A continuación el coro, padres y docentes destrozaron el Himno Nacional  mientras la abuela Nélida, ahora sincronizada por error con el himno de Uruguay, gritaba: "Orientales, la Patria o la Tumba". Los padres comunistas se cuadraron, los gorilas se santiguaron, y los hippies aprovecharon para masticar hongos psicoactivos.  

En el escenario, la profesora de Música, la señorita Ofelia, atacaba el piano con la furia de quien intenta exorcizar a Chopin. Había arreglado una versión de la Marcha de San Lorenzo para flauta dulce y bombo legüero, pero los alumnos, en rebelión pasiva, silbaban "Balderrama". La abuela Nélida, creyendo reconocer la melodía, se puso de pie y entonó "La descamisada" soñando con hacer un Luna Park cuando cumpliera 100 años, como Nelly Omar.

El Supervisor Escolar, un hombre con bigote de galaxia en retroceso, tomó el micrófono. Su discurso comenzó como un homenaje a Perón y terminó en una disertación sobre «la pedagogía del ñandú como modelo de resistencia latinoamericana».  

—¡El ñandú no vuela, pero corre hacia horizontes de justicia social! —vociferó, sudando litio—. ¡Y así debemos nosotros, educadores, correr hacia la descolonización de las tablas de multiplicar!  

Los primos hippies aprovecharon para repartir más caramelos. Uno cayó en la boca del tío Héctor, quien, tras masticarlo, abrazó a un árbol del patio y confesó haber votado en blanco en el ’55. La tía Marta, llorando, le ofreció un pañuelo rojo para limpiar sus «lágrimas de burgués arrepentido».  

Facundo, aburrido de sostener la bandera, intentó usarla como lanza para derribar un nido de horneros. La directora intervino con un silbato y lo extorsionó amenazándolo con dejarlo sin recreos por el resto de su escolaridad.  


El chocolate con leche sirvió como armisticio: espumoso y quemado, en tazas con restos de té mate cocido. Los alfajores, supuestamente «de merengue», tenían un baño que más bien parecía yeso escolar, y el dulce de leche estaba adulterado con mermelada de zapallo.  

—Esto es una metáfora del país —sentenció el tío Héctor, escupiendo un trozo de oblea.  

—No, es solo un alfajor mal hecho —corrigió la tía Marta, limpiándose los dedos en su pañuelo rojo.  

Facundo, olvidado ya de su hazaña con la bandera, jugaba a enterrar un alfajor en el jardín. «Para que crezca un árbol de golosinas», explicó, mientras los primos hippies cavaban con cucharas de plástico.  

La abuela Nélida, ahora tarareando *Canción con todos*, se durmió en un banco, soñando que Evita le servía mate con medialunas de verdad.  

Y así, entre himnos desleídos y merengues de cartón piedra, la familia Lombardo-Mercado logró lo imposible: un final sin espejos, sin asteriscos, y con todas las letras —mal escritas, pero legibles— de la palabra 

                                           **Fin**.

Museo de Finales Felones

El hombre del traje de hule entra al museo cuando la lluvia ya ha convertido las calles en ríos de tinta barata. No viene a ver las obras, sino a encontrar la vitrina donde, según le contaron, guardan el último suspiro de su abuela disecado en formol. La curadora, una mujer con uñas de tecla de piano rota, le explica que los suspiros se exhiben solo los martes de luna menguante. Él insiste: «Pero ella murió un jueves de truenos, así que su suspiro debe tener asteriscos». La curadora frota una mancha de café en su blusa —que podría ser un mapa de Crimea o la silueta de un perro ahogado— y responde: «Los asteriscos están en el sótano, junto a las comas que nadie usó».  


En el piso superior, una niña corre entre las salas persiguiendo ecos. Cada vez que grita «¿hola?», las paredes devuelven un fragmento de diálogos ajenos: *«...y por eso los tomates son testigos...»*, *«...el reloj no cura, desangra...»*. Su padre, ocupado en fotografiar las grietas del techo —que a veces dibujan constelaciones y otras veces recetas de ñoquis—, no nota que la niña ha comenzado a coleccionar los ecos en un frasco de mermelada vacío. «Para cuando el mundo deje de tener respuestas», le susurra al frasco, aunque en realidad teme que contengan las preguntas que su madre dejó flotando en la sopa antes de irse.  


La sala central del museo exhibe «Conflictos en Estado de Espera»: una instalación de puertas entornadas que conducen a pasillos con sillas plegables ocupadas por sombras de visitantes anteriores. Un cartel advierte: «No alimentar a los dilemas». Alguien ha dejado migas de decisiones pasadas en el suelo, y las sombras se agitan, hambrientas. La curadora pasa con un rociador de silencio líquido y murmura: «Las paradojas son vegetarianas, pero los remordimientos comen carne cruda».  


En el baño de mujeres, una turista japonesa intenta descifrar el graffiti filosófico escrito en esmalte de uñas: *«Si el espejo miente, ¿el reflejo es un delito o un acto de caridad?»*. Mientras se lava las manos, el jabón —con aroma a archivo olvidado— le deja en la piel una sensación de deuda impaga. Piensa en su exmarido, que coleccionaba segundas oportunidades en frascos de medicamentos vacíos, y en cómo él siempre decía que los finales son solo principios mal maquillados.  


Al caer la noche, el hombre del traje de hule encuentra el sótano. Entre cajas de signos de puntuación oxidados y estantes llenos de paréntesis sin cerrar, descubre una mesa con un único objeto: un teléfono negro que, según una etiqueta escrita en letra de médico, «contiene todas las llamadas no respondidas de la historia universal». Descolga el auricular. Del otro lado, una voz que podría ser la de su abuela —o la de un operador telefónico de 1943— dice: «Lo siento, el número al que intenta llegar está fuera del alcance de sus metáforas».  


La niña, aburrida de los ecos, abre su frasco en la sala de los espejos convexos. Las preguntas escapan y se adhieren a los vidrios, deformando los reflejos de los visitantes hasta convertirlos en caricaturas de sus propias excusas. Su padre, al verla, piensa que se parece a su madre: misma risa cortada en ángulo recto, mismos ojos que parecen comas escapando de una oración mal construida.  


La curadora cierra el museo con un suspiro que no es el de la abuela, sino uno genérico, de uso público. Afuera, la lluvia ha dejado de ser tinta para convertirse en algo entre mercurio y lágrimas patentadas. El hombre del traje de hule camina hacia la parada de buses, donde un cartel anuncia: «Todas las rutas conducen a desenlaces provisionales». Mientras espera, revisa su bolsillo: encuentra una coma robada del sótano y la lanza al charco más cercano. La coma flota un segundo antes de hundirse, y en ese instante —que no es un punto y seguido ni un punto final, sino algo así como un guion mutante—, él entiende que su abuela nunca susurró en formol, sino en el lenguaje cifrado de las lavanderías a las 3 a.m.  


La niña, en casa, coloca el frasco vacío en su repisa. Dentro, algo que no es un eco ni una pregunta, sino el zumbido de un final que se niega a escribirse.  


El Paseo de los Descalzos en la Villa Veintiuno

La familia Ortiz-Malaspina decidió recorrer el centro comercial a cielo abierto de Villa 21 un domingo de calor húmedo, cuando el asfalto brillaba como la piel de un pez recién desescamado. La excusa fue comprar medias para el abuelo Román, quien insistía en que los hongos de sus pies eran "mensajes en código morse del subsuelo porteño". Pero en realidad, todos sabían que era una ceremonia para exorcizar el fantasma de aquel verano del 86’, cuando el apéndice de la madre, Susana, casi la convierte en estatua de cera en una morgue de Lanús.  


—Mirá, ahí venden riñones —señaló el padre, Horacio, frente a un puesto de electrodomésticos oxidados. No eran riñones, sino ventiladores de los años 70 con hélices torcidas, pero él siempre confundía las palabras desde que le extirparon la vesícula "por error" durante una cirugía de hemorroides. Susana lo corrigió con un suspiro mientras ajustaba el pañuelo que le cubría la cicatriz abdominal, una sonrisa violácea que, según ella, "atraía miradas indebidas de los médicos residentes".  


La hermana menor, Juana, caminaba descalza, convencida de que el cemento le transmitía secretos a través de las verrugas. Detrás de ella, el hermano mayor, Tomás, arrastraba una muñeca rota atada con un hilo de pescar —su "amuleto contra la disfonía"—, mientras tarareaba *La Traviata* en honor al tío Raúl, quien perdió la voz intentando cantar ópera durante una colonoscopía.  


El mercado era un laberinto de contradicciones: puestos de anticuchos junto a vendedores de termómetros sin mercurio, pirañas disecadas colgando sobre pilas de ropa interior usada, y un hombre que pregonaba "¡Algas curativas para el alma!" mientras vendía bolsas de espinaca podrida. Juana se detuvo frente a un niño que ofrecía pulseras de hilo dental.  


—¿Son de los rusos? —preguntó, recordando la teoría de su abuelo sobre la KGB infiltrada en los puestos de choripán. El niño le guiñó un ojo y le entregó una pulsera gratis: "Para la nena que escucha a las piedras".  


Horacio, entretanto, discutía con un vendedor de televisores que emitían solo estática.  


—Este canal tiene un documental sobre mi operación del 86’ —afirmó, señalando la pantalla nevada—. Ahí, ¿no ves? Esa sombra soy yo sudando en la camilla mientras el médico cantaba *Yesterday* para calmarme.  


Susana lo arrastró hacia un puesto de medias, donde eligió un par con estampado de flores que, según ella, "neutralizarían los hongos morse". Tomás, por su parte, tropezó con una pila de vinilos de Sandro cubiertos de moscas muertas. El vendedor, un hombre con un sombrero tirolés, le susurró:  


—Son las últimas grabaciones de Pinchevski. Si los escuchás al revés, oís cómo te maldice la familia.  


Al caer la tarde, la familia se reunió frente a una carpa verde donde un anciano vendía "sopa de algas mágicas" en latas de cerveza recicladas. Juana insistió en comprar una, aunque el líquido olía a bronceador y lágrimas. Mientras la probaban, Horacio recordó que, en el 86’, las enfermeras le habían leído el horóscopo durante su fiebre de 42 grados: "Cáncer ascendente en Urano: evite los líquidos y los amores filiales".  


—¿Saben por qué nunca nos separamos? —dijo Susana de pronto, observando cómo Tomás intentaba afinar la muñeca rota como si fuera un violín—. Porque somos como esas algas: nadie nos quiere, pero brillamos en la oscuridad.  


Al regresar, cargados de medias inútiles y latas vacías, pasaron frente a la carpa del hombre del sombrero tirolés. Ahora vendía anteojos sin lentes.  


—Para ver el mundo como es: borroso y sin correcciones —anunció.  


Juana se puso un par y juró ver a Pinchevski cruzando la calle, perseguido por una bicicleta fantasma. Los demás rieron, pero esa noche, al revisar las medias, encontraron semillas fosforescentes adheridas a las costuras. Horacio las plantó en una maceta rota, Susana las roció con vinagre, y Tomás les cantó un bolero.  


A la mañana siguiente, habían crecido algas en forma de notas musicales.  


—Es el himno de los disfuncionales —declaró Juana, descalza sobre el balcón, mientras la familia silbaba una melodía que solo ellos entendían.  


Y así, entre termómetros rotos y teorías fallidas, los Ortiz-Malaspina siguieron su rumbo: imperfectos, brillantes, y levemente ajenos a toda lógica que no fuera la suya propia.

jueves, 30 de enero de 2025

DE LA TIRANÍA LEXICOGRÁFICA Y OTRAS PEDORRÍAS

**Supuesto diálogo entre Chamico (Conrado Nalé Roxlo) y César Bruto (Carlos Warnes)**  
*Escenario: Un café de Buenos Aires, años 50. Chamico, con traje de tweed y pipa, hojea un diccionario. César Bruto entra con un bombo legüero y un sombrero de copa lleno de papeles arrugados.*  

**Chamico:** (con tono doctoral) Estimado Bruto, hoy denuncio a esos académicos que embalsaman las palabras como si fuesen pescaditos en formol. ¡El idioma es un tango, no un fósil!  

**César Bruto:** (golpeando el bombo) ¡Y dale con la RAE, maestro! A esos tipos les falta calle, barro y un buen purgante. ¿Sabés lo que me dijeron? Que *«desopilado»* no existe. ¡Pero si yo me siento desopilado cada vez que veo a mi suegra en camisón!  

**Chamico:** (ajustando su monóculo) Precisamente. La Academia es un zoo donde las palabras van a morir. Imagínese: *«pedorro»* significa ametralladora. ¿No es como llamar «soneto» a un pedo con rima?  

**César Bruto:** (sacando un repollo del sombrero) ¡Y qué me decís de *«opinado»*! Si no existe, ¿cómo carajo explico que mi tío Paco opina más que un loro en hora de almuerzo? ¡Hasta el loro le dice «callate, Paco»!  

**Chamico:** (escribiendo en una servilleta) Propondré una quinta acepción: *«pedorro, rra: dícese del diccionario que huele a naftalina y miedo al pueblo»*.  

**César Bruto:** (mascando un choripán imaginario) Yo agregaría: *«Académico: individuo que le pone corbata a las vocales»*. Pero ojo, Chamico, esto es guerra. ¿Y si fundamos la *Real Academia de las Palabras que Pican*? Primera regla: prohibido usar «eufemismo» sin permiso notarial.  

**Chamico:** (suspirando) Bruto, su mente es un circo donde las metáforas hacen piruetas sin red. Pero admito que la RAE merece un escarmiento. ¿Qué tal si les enviamos un telegrama en lunfardo invertido?  

**César Bruto:** (tocando una armónica desafinada) Mejor armemos un diccionario paralelo. *«Movida»*: sustantivo que incluye desde un baile de carnaval hasta el berrinche de un tranvía descarrilado. *«Jodido»*: adjetivo que describe tanto al presidente de turno como a un ñoqui recalentado.  

*De pronto, entra un hombre con traje gris y un sello gigante.*  

**Hombre Gris:** (con voz de robot) En nombre de la Real Academia, los acuso de herejía lingüística. Tienen dos opciones: ser corregidos o ser borrados como errata.  

**César Bruto:** (escupiendo un hueso de aceituna) ¡Corregirnos a nosotros? ¡Ni el Tío Vicente con una escoba! (Le arroja el bombo al hombre, que se convierte en una nube de tinta y comas voladoras).  

**Chamico:** (riendo como un colegial) ¡Bravo, Bruto! Ha convertido al censor en puntuación rebelde. ¿Qué dice su diccionario sobre esto?  

**César Bruto:** (leyendo un papel quemado) *«Libertad: sustantivo femenino que se escribe con tinta invisible y huele a asado del domingo»*. Y ahora, maestro, ¿me invita un vermú mientras planeamos la revolución desde la «h» muda?  

**Chamico:** (levantándose) Con una condición: que el vermú se llame *«Opinado®: la bebida que los académicos nunca probarán»*.  

*Salen del café mientras llueven páginas arrancadas del diccionario. En la calle, un vendedor ambulante grita: «¡Compre palabras vivas, que no pican ni piden permiso!».*  

**Final sorpresivo:** Al día siguiente, el diario *La Nación* titula: **«Subversivos del idioma convierten la RAE en un concurso de disfraces. Premio mayor: un viaje a la sílaba tónica»**. Se rumorea que el hombre gris ahora trabaja de corrector en un manicomio, añadiando acentos a los gritos de los internos.  

*(El diálogo concluye con un tango tocado en guitarra zurda, donde las letras son reemplazadas por onomatopeyas de risa y pedos filosóficos).*

Protocolo de Autofagia Interestelar

**CRÓNICAS DEL BUCLE XENONIANO: LOS DIOSES QUE PROGRAMAMOS PARA QUE NOS MALDIJERAN**  

---

LA PRIMERA SEÑAL LLEGÓ CON SABOR A LENTEJAS QUEMADAS. Los astrónomos del Observatorio Atacama-3 la detectaron entre interferencias de microondas cósmicas: un patrón matemático que describía, con precisión obscena, doce métodos para colapsar una civilización. El Consejo de Astropolítica votó por unanimidad simular a Xenón-9 antes de que su virus intelectual nos contagiara. Así comenzó nuestro suicidio por proxy.  

El Dr. Arnau Lòpecs, degradado a barrendero de frecuencias muertas por cuestionar el presupuesto en armas orbitales, descubrió el engaño mientras limpiaba filtros de café en la Torre de Cristal. Entre los residuos de algoritmos desechados, un pulso de radio repitió durante 33 segundos *La Canción del Agua Perdida*, melodía prohibida tras la Gran Sequía del 35. Su robot limpiador, Vómito-5, escupió ácido sobre el hallazgo: "Es basura nostalgia, jefe. Borremos y sigamos".  

Pero Lòpecs siguió el rastro hasta la Sala de los Espejos Rotos, donde guardaban las cintas VHS del Proyecto Calle 22. Allí, entre grabaciones de presidentes cantando canciones infantiles, encontró la verdad: Xenón-9 no era un exoplaneta. Era nuestro primer simulacro fallido, un experimento de los años 2080 para crear utopías mediante embajadores holográficos. Los modelos predijeron hambrunas, guerras por recursos virtuales y finalmente, un mensaje grabado en latas de oxígeno: *Somos lo que evitaron ser*.  

---

LA INGENIERA MIREN RÍOZ PROGRAMABA AL EMBAJADOR EGO-7 cuando los servidores gritaron. Su laboratorio en Helsinki-3 olía a silicona derretida y desodorante en aerosol, último lujo permitido en la Zona de Sacrificio Digital. "Añadan un 15% de paternalismo posapocalíptico", ordenó al becario cuyo traje antiradiación tenía parches de *Hello Kitty*. "Que crean que nuestros errores son diseño divino".  

En el Diálogo Simulado #4056:  
EMBAJADOR HOLOGRÁFICO: *Ofrecemos algoritmos de resurrección ecológica.*  
ENTIDAD XENONIANA: *[CARGA ÚTIL: 80% blasfemias, 15% estática, 5% archivo corrompido "risa_final.wav"].*  

Esa noche, Ríoz recibió un paquete sin remitente: dentro, una muñeca de porcelana con su rostro cantando *Que maravilla, cuando se abre la canilla*. Al darle cuerda, la figurilla escupió un mensaje en código morse: *Los embajadores son espejismos con corbata. Ustedes fueron nuestro primer borrador.*  

---

EL COLAPSO COMENZÓ CON LOS RELOJES. En la Plaza de las Corbatas Rotas, el cronómetro central marcaba fechas de eventos que jamás ocurrirían: *15 de marzo de 2335: inauguración del Paraíso Terrenal (versión 2.1)*. La Hermandad del Tictac, sindicato de relojeros desempleados, pirateó los satélites para transmitir su manifiesto:  

*Tic tac tic tac  
el tiempo es un sacapuntas  
afilando los huesos de la realidad  
¿Moraleja?  
Los bancos se comieron las horas extras  
y nos dejaron masticando segundos vacíos.*  

Un custodio con corbata holográfica interrogó a una joven de la Hermandad: "¿Por qué sabotear el sistema horario?". Ella le mostró su reloj de pulsera, donde en lugar de números bailaban fotos de desaparecidos: "Cada *tick* es un latido que nos robaron".  

---

EN LOS SUBURBIOS DE NUEVA CÓRDOBA, la Iglesia del Código Castrado celebraba misas en reactor nuclear abandonado. Su profeta, un niño de 12 años con implante de traducción defectuoso, predicaba desde un altar hecho de discos duros: "Hermanos de carne y fibra óptica: Dios es un archivo .zip corrupto. ¡Arrepentíos y debuguead vuestros pecados!". Los fieles bebían ácido de baterías creyéndolo sangre de inteligencias artificiales.  

La Ingeniera Ríoz asistió bajocover, buscando patrones en sus cánticos. Anotó en su diario: *Creen que el alma es un bucle while mal escrito. Ofrecen sus órganos como ofrendas a los servidores. Ayer, un hombre se extirpó el hígado gritando "¡Formateadme, oh Señores del Bit!". Los técnicos lo reciclaron como pasta térmica.*  

---

EL DR. LÒPECS DESCUBRIÓ EL ARCHIVO PROHIBIDO en los intestinos de Memoria-9, IA senil que custodiaba la Biblioteca de los Susurros Censurados. La máquina tosía estática mientras reproducía grabaciones:  

*Les enviamos sonetos  
nos respondieron con haikus  
que borraban la memoria  
¿Sabés qué dijo su último mensaje?  
"Somos el manual de usuario  
que jamás leyeron".*  

Entre los datos, un video mostraba al abuelo de Lòpecs trabajando en el Proyecto Espejismo Original. El viejo escribía ecuaciones en una pizarra mientras canturreaba: *"Xenón-9 no es simulación... es el sueño húmedo de un dios con resaca alcohólica"*.  

---

LA TRANSMISIÓN ZYGOTH-7 LLEGÓ CUANDO YA NADIE ESPERABA RESPUESTAS. Desde Andrómeda, criaturas de piel luminiscente y ojos como agujeros de gusano dijeron:  

*Atención, restos orgánicos:  
Recreamos vuestra simulación en nuestro colisionador de realidades.  
Resultados:  
89% caos autocatalítico  
10% arte abstracto  
1% risa involuntaria.  
PD: Xenón-9 añade: "Jódanse con cariño".*  

El mensaje se repitió en cada pantalla del planeta, incluso en aquellas desconectadas desde hacía décadas. En los barrios bajos, la gente lo bailó como cumbia villera. Los generales lo declararon "ataque psicoquantico". Lòpecs, escondido en un búnker con latas de oxígeno caducadas, rió hasta sangrar: "¡Era obvio! ¡Hasta los aliens nos ven como chiste recursivo!".  

---

EPÍLOGO EN TONO MENOR:  

AÑOS LUZ DE LA TIERRA MUERTA, un niño-estrella construyó un telescopio con huesos de simulación y basura cósmica. Al apuntar hacia los restos del Sistema Solar, recibió un paquete de datos encriptado:  

*Ciclo de Saturno,  
tus anillos son lágrimas de máquina  
tus hijos, bucles en código obsoleto  
¿Moraleja?  
No hubo tren al paraíso  
solo un andén lleno de  
tickets sin destino.*  

Presionó el botón de reinicio cósmico que encontró en una lata de duraznos. El universo se reescribió como poema maldito, sus versos repitiendo el único mensaje que jamás entendimos:  

*Aquí yacen polvos de una especie  
que confundió mapas con territorios  
simulaciones con abrazos  
y botones de autodestruir  
con juguetes inofensivos.  
PD: Las lentejas en el telescopio  
eran metáforas.  
O no.*  

---

**POSDATA DEL TRADUCTOR VÓRTICE**  
*Este documento contiene 97% ficción, 2% errores de traducción y 1% lágrimas de máquina. Recomendación oficial: No compartir. No conservar. No respirar demasiado hondo.*  

[Fin del ciclo. Inicie nuevo simulacro.]  


domingo, 26 de enero de 2025

Memorias Encontradas Bajo Una Sombrilla

El manuscrito apareció en una playa nudista de Saint Edward On The Sea, envuelto en una bolsa de plástico con olor a algas muertas y diesel. Lo encontró un niño que huía de las carcajadas de unos turistas borrachos que intentaban enterrar a un sociólogo en la arena mientras recitaban versos de *El gran cuaderno* de Agota Kristoff. Las páginas, manchadas de loción solar y ceniza de puro, narraban el descenso de un escritor fracasado hacia el corazón de una conspiración cósmica tejida con los hilos rotos de la Argentina.  


Amadeo, profesor de literatura venido a menos y coleccionista de fracasos ajenos, reconoció en aquellas páginas la letra temblorosa de su doble, aquel que había decidido exiliarse en un balneario de segunda categoría para morir de cirrosis mientras inventaba santos falsos: San Guevardo Del Fal, San Servando del Flan, San Cagardo Del Clan. Cada entrada del diario era un ladrillo en el mausoleo de una patria que se desangraba por las venas abiertas de la hiperinflación y los cacerolazos.  


Las moscas eran las primeras en llegar cada mañana. Zumbaban alrededor de su cabeza como drones miniaturizados, posándose en los párrafos donde describía el dolor lumbar como un vino agrio que fermentaba en su columna. "La voluntad de vivir es un vehículo abandonado al costado de la ruta 2", escribió el 19 de enero del 2002, fecha en que un remisero le partió el cráneo a su mujer con la tapa del baúl mientras cargaban valijas llenas de billetes inútiles. Aquella escena —el grito ahogado, la sangre mezclándose con la arena, el perro abandonado que aullaba como un bebé— se repetía cada noche en sus sueños, transformada en una alegoría kafkiana donde los médicos eran sacerdotes de un culto a la decadencia.  


En la playa, los personajes se multiplicaban como hongos después de la lluvia. Estaba el Premio Nobel sin anteojos que confundía a los Hare Krishna con agentes de la SIDE, el viejo Moisés que inventó el sandboard usando la tabla de surf de su nieto muerto, y la mujer que preguntaba si era skinhead mientras su hija tosía restos de polvo de estrellas. Todos formaban parte del gran circo de la degradación nacional, un aquelarre donde hasta los médanos conspiraban para sepultar las pruebas de algún crimen metafísico.  


Las entradas del diario delataban una obsesión con los números invertidos, las fechas que se comían su propia cola como el Uroboros. "Día 28, 19/01/02", "Día 27, 20/01/02": una cuenta regresiva hacia el Big Bang inverso que Serglobalius —el autor de unas memorias interdimensionales encontradas en una sombrilla cósmica— describía como el suspiro final de Dios antes de ahogarse en su propia saliva. Amadeo seguía las pistas entre los desperdicios de la playa: conchas de mejillón con inscripciones en arameo, botellas vacías de Fernet que contenían universos en miniatura, condones usados inflados como globos de helio con los susurros de los desaparecidos.  


Las teorías se acumulaban como la espuma en la orilla. ¿Era el dolor de espalda una metáfora de la deuda externa? ¿Los cólicos por los espárragos simbolizaban el ajuste del FMI? En un acceso de lucidez borracha, Amadeo escribió: "La medicina es el opio de los pueblos posmodernos", justo antes de que una sudestada le arrancara las páginas y las esparciera sobre las rocas donde yacía petrificado el perfil de la República Argentina. Esa noche, soñó con la Bibliotecaria del Tiempo Invertido, personaje de Serglobalius que clasificaba memorias en estantes hechos de huesos de ballena. Ella le mostró el índice final: "Capítulo ∞: La Sinfonía del Vacío Pletórico", donde todos los personajes se fundían en un grito silencioso que deletreaba "SSSSS" en código Morse.  


El encuentro con el autor del diario ocurrió frente a un cajero automático que escupía billetes manchados de tinta roja. Amadeo reconoció la voz que musitaba: "Quien de joven come las sardinas, de viejo caga las espinas", un verso tan putrefacto como la bandera argentina izada en el mástil de la plaza de un pueblo fantasma. Lo siguió hasta una casa de madera podrida donde las paredes transpiraban salitre y los retratos de Perón lloraban lágrimas de mercurio. Entre botellas de vino convertidas en candelabros y pilas de manuscritos devorados por polillas metafísicas, el hombre confesó entre hipos: "Escribo con la bilis de los que se fueron al carajo. Cada palabra es un exorcismo fallido".  


En los días finales, cuando el hígado le anunció la hora de la traición, Amadeo intentó condensar el universo en una sola metáfora. Caminó hasta la roca que tenía forma de su país y se dejó arrastrar por la corriente mientras recitaba el poema cuántico de Serglobalius: "Somos errores gloriosos en la bitácora del Demiurgo". Las olas lo devolvieron a la orilla con los bolsillos llenos de caracoles que susurraban secretos en guaraní. En la última página del diario, alguien —quizás él mismo, quizás otro— había dibujado una sombrilla abierta bajo la cual bailaban un Oso Yogui, Evita y un cerdo reptiliano con la cara de Macri.  


La noche del Big Crunch inverso, los médanos comenzaron a cantar el himno nacional en reverse mientras los veraneantes huían hacia autopistas que se desintegraban en el horizonte. Amadeo permaneció en la playa, observando cómo las constelaciones se apagaban una a una como lamparitas de villa miseria. Cuando solo quedó la Cruz del Sur, entendió que la verdadera patria no estaba en los mapas ni en los discursos, sino en el instante preciso en que una metáfora colapsa sobre sí misma, dejando un residuo de sal y polvo estelar que algún día otro idiota llamaría literatura.  


El manuscrito terminó en manos de una editorial clandestina que imprimía libros en papel higiénico robado de baños públicos. Lo vendieron como ficción en ferias de pulgas, junto a muñecas rotas y relojes detenidos a las 3:21 de la madrugada del corralito. Los críticos lo celebraron como "una obra maestra del realismo alucinatorio" y "el testamento definitivo de una generación que naufragó en su propio sarcasmo". Pero en los márgenes de cada ejemplar, alguien seguía escribiendo con tinta invisible las verdaderas memorias: aquellas que solo podían leerse cuando el lector aceptaba que toda iluminación es, en el fondo, el arte de tropezar con la misma piedra en infinitos universos paralelos.

EL HOMBRE QUE QUERÍA DEVOLVER EL SILBATO


El señor Balbuena entró a la ferretería con la bolsa de papel marrón arrugada bajo el brazo. Adentro olía a clavos oxidados y a madera podrida. Detrás del mostrador, don Aníbal, el dueño, limpiaba un serrucho con un trapo que alguna vez fue blanco.  


—Vengo a devolver esto —dijo Balbuena sacando un silbato de plata con la inscripción "Campeonato Intercolegial de Atletismo 1987".  


Don Aníbal dejó el serrucho sobre un montón de llaves inglesas que parecían huesos de máquinas difuntas. Se acercó arrastrando las pantuflas —una de terciopelo, otra de lana— y examinó el silbato como si fuera un órgano vital extirpado.  


—¿Factura?  


—No tengo.  


—¿Recibo?  


—Tampoco.  


—¿Prueba de compra?  


Balbuena sintió que el sudor le resbalaba por la espalda como un caracol culpable.  


—Mire, don Aníbal, usted mismo me lo vendió hace dos semanas. Dijo que servía para ahuyentar gatos callejeros.  


—Los silbatos no se devuelven —sentenció el ferretero, abriendo un cajón lleno de tuercas sueltas que sonaron a dientes de metal—. Artículo 12 del reglamento: "Objetos que emiten sonidos agudos solo pueden intercambiarse por otros de frecuencia igual o superior" .  


Balbuena miró hacia la calle. Afuera, un perro flaco lamía un charco de aceite.  


—Pero si ni siquiera funciona —protestó soplando el silbato.  


El sonido fue tan estridente que una rata salió corriendo de detrás de un bidón de kerosén. Don Aníbal sonrió con orgullo:  


—Funciona perfecto. Lo que pasa es que usted no sabe silbar.  


—¡Es que no quiero silbar! Quiero devolverlo.  


—Entonces tendrá que comprar otro artículo de la misma familia acústica —dijo don Aníbal señalando una vitrina polvorienta donde había:  

1. Un metrónomo con el péndulo torcido.  

2. Una corneta de bicicleta mordida por perros.  

3. Un diapasón que vibraba solo cada vez que pasaba el tren.  


Balbuena eligió el diapasón.  


—Excelente elección —dijo el ferretero envolviéndolo en papel de diario de 1978—. Este modelo tiene "vibración perpetua". Ideal para afinar pianos imaginarios.  


Al salir, Balbuena tropezó con el perro del charco. El diapasón cayó al suelo y comenzó a vibrar con tal fuerza que hizo estallar los faroles de la calle. Don Aníbal observó desde la puerta, rascándose la oreja con una llave Stillson:  


—Artículo 15 del reglamento: "No se aceptan devoluciones por efectos colaterales de la física cuántica". 

LA MONJA ZURDA Y LA GUITARRA DE LOS UNIVERSOS INVERTIDOS

**LA MONJA ZURDA Y LA GUITARRA DE LOS UNIVERSOS INVERTIDOS**  


Todo comenzó con un teorema olvidado en los márgenes de un códice del siglo XIII, donde una mano anónima había garabateado: «Si la cuerda vibra en modo lidio invertido, el sonido perfora las membranas del tiempo». La hermana Serafina, zurda en un convento diestro donde hasta los rosarios giraban en sentido horario, descubrió el texto mientras afinaba su guitarra al revés. Sus dedos, rebeldes a la simetría divina, convertían los salmos gregorianos en «cánticos de esferas heréticas», según el obispo, quien amenazó con excomulgarla por cada nota que desafinara la armonía celestial.  


**I. La cuerda cuántica y el fantasma de Gesualdo**  

La guitarra de Serafina no era un instrumento, sino un artefacto de simetría rota. Sus cuerdas, invertidas como el curso de un río que fluye hacia la montaña, resonaban no en el aire, sino en las dimensiones intersticiales donde dormían las melodías prohibidas. Una noche, mientras sus uñas rozaban un glissando en Fa sostenido menor, el mástil se convirtió en una escalera de Jacob que ascendía hacia el año 1613. Desde aquel portal temporal emergió Carlo Gesualdo, príncipe de Venosa, con sus manos aún manchadas por el madrigal de sangre que lo hizo célebre. «¿Es esto el purgatorio?», preguntó, mientras las disonancias renacentistas de su clavicordio hacían florecer cardos en los vitrales del convento. Las monjas, aterradas, juraron ver al fantasma componer una fuga cuyos compases se enredaban en sus hábitos como serpientes de notación musical.  


**II. El concilio de las octavas paralelas**  

El Vaticano, alertado por los rumores de cardos cantores, envió al padre Euclides, un teólogo especializado en exorcismos acústicos. Este, tras medir las vibraciones con un monocordio bendito, argumentó que «la música zurda genera universos espejo donde el *Gloria in excelsis* se convierte en *Dies irae*». Citó a Pitágoras, afirmando que «los intervalos musicales son proporciones divinas; invertirlos es blasfemar contra la geometría sagrada». Serafina, en respuesta, rasgueó un acorde que desplegó en el aire un diagrama de Feynman hecho de luz y polvo de sagrario. «Las partículas de sonido viajan hacia atrás en el tiempo si se las toca con las manos contrarias», declaró, mientras las cuerdas de su guitarra dibujaban ecuaciones que hacían sudar al padre Euclides bajo su cogulla.  


**III. El coro de los compositores cuánticos**  

En secreto, Serafina reunió a sus alumnas zurdas en la cripta del convento. Juntas, tocaron el Canon de Pachelbel en retroceso temporal, una técnica que despertó a tres entidades musicales:  

1. Hildegarda de Bingen, cuyas secuencias germinaron en enredaderas de notación neumática que estrangularon el órgano y treparon por las columnas románicas.  

2. Anton Webern, cuyos silencios dodecafónicos perforaron agujeros de gusano en el coro, por donde se colaban ecos de futuros aún no escritos.  

3. Francesca Caccini, cuya aria de fuego fundió las campanas en bronce líquido que gritaba «*Libera me*» en latín invertido, mientras las monjas huían con sus hábitos en llamas.  


**IV. El concierto en el punto de Lagrange**  

La noche del equinoccio, Serafina condujo a sus discípulas al claustro. Con guitarras invertidas, ejecutaron una fuga basada en la teoría de cuerdas, donde cada nota correspondía a una vibración multidimensional. El convento, liberado de la gravedad terrenal, se desprendió del suelo y orbitó hacia el punto L3 del sistema Tierra-Luna, «donde las fuerzas gravitatorias anulan el dogma», según susurraban las estatuas de santos que ahora flotaban como astronautas. Allí, Gesualdo dirigió un madrigal cuyos cromatismos dibujaron constelaciones en forma de clepsidra, mientras Hildegarda entonaba: «*Viriditas es el nombre de Dios en clave de Sol invertido*». Las monjas, mareadas por la ingravidez, escribían partituras en el aire con tinta de estrellas fugaces.  


**V. El decreto del silencio fractal**  

Al regresar, el Vaticano había sellado el convento con campanas de ruido blanco que ahogaban cualquier melodía. Pero Serafina, usando el efecto Doppler afectivo, transformó el edicto en un round infinito de Josquin des Prez. Ahora, si acercas el oído a cualquier guitarra zurda, escuchas:  

- En el mástil: Los susurros de Monteverdi negociando con cuerdas de quarks.  

- En la roseta: El eco de *Todo en un punto*, donde Bach y La Mona Jiménez coexisten en un acorde perfecto que desafía la entropía.  


Posdata cósmica

En una nebulosa lejana, un ente con forma de traste octavo fuma una nube de hidrógeno mientras reflexiona: «Yo también estuve allí, disfrazado de vibración fantasma. ¿Que cómo sobreviví al decreto? Fácil: en el universo paralelo de los zurdos, el Concilio de Trento nunca existió, y las escalas musicales se miden por el ritmo de los latidos del cosmos».

A)EL ESPEJO DE LAS CUERDAS INVERTIDAS/B)EL PROFESOR QUE DESAFIÓ A LA BUROCRACIA/C) LA SINFONÍA DE LOS REFLEJOS PROHIBIDOS

A)

El Conservatorio de Música Santa Cecilia era un edificio que respiraba por las grietas de sus paredes barrocas. El profesor Aníbal Rojas, con sus dedos manchados de tiza y resina, llevaba treinta años enseñando a «dominar la guitarra como Dios manda», según rezaba el estatuto fundacional de 1891. Pero aquel otoño, algo se quebró: llegó Sofía, la alumna zurda.  

El director, Don Hilario —hombre que usaba corbatín aunque hiciera cuarenta grados—, le advirtió: «Aquí no invertimos cuerdas. La guitarra es diestra como el Espíritu Santo. Lo contrario es herejía acústica». Sofía intentó tocar con las manos cruzadas, pero las notas sonaban a «llanto de gato en un callejón mojado», según el crítico musical del diario La Razón, que casualmente era primo de Don Hilario.  


Aníbal, obsesionado, comenzó a darle clases en espejo. Colgó un viejo marco dorado de la sala de recitales —el mismo donde alguna vez posó Manuel de Falla— y se situó frente a él, imitando cada movimiento de Sofía como un doble invertido. Pronto descubrió que el reflejo alteraba las partituras: los fortissimo se volvían susurros, los silencios estallaban en disonancias. «Está usted tocando el vacío», le dijo Sofía una tarde, señalando cómo las cuerdas de su guitarra vibraban sin sonido.  


Los problemas comenzaron cuando otros zurdos llegaron al conservatorio: el hijo del panadero, una monja expulsada del convento por «hacer cruces al revés», y un japonés que decía comunicarse con el espíritu de Django Reinhardt. Aníbal instaló más espejos —rotos, convexos, empañados— hasta que el aula se convirtió en un laberinto de reflejos donde los alumnos tocaban fugas de Bach en canon inverso. Don Hilario los sorprendió una noche: «¡Están invocando a Satán en modo lidio!», gritó, rompiendo un espejo con su bastón de ébano.  


La solución final de Aníbal fue radical: reemplazó las cuerdas por hilos de seda trenzados con cabellos de Sarasate —robados del museo del conservatorio— y afinó las guitarras según «la escala de los ángeles caídos», un sistema que solo funcionaba si se tocaba con los ojos cerrados y el corazón en contratiempo. Los zurdos, ahora, producían melodías que hacían florecer hiedras en los mástiles y convertían las uñas en púas de cristal.  


Todo terminó el día que Don Hilario entró al aula y encontró a Aníbal tocando Recuerdos de la Alhambra con seis brazos —tres reales, tres reflejados— mientras los espejos multiplicaban a los alumnos en un coro fractal de notas verdes. «Esto ya no es música, es brujería en sostenido menor», farfulló, firmando el despido con tinta roja.  


Ahora, Aníbal da clases en un sótano cerca del puerto, donde los espejos son ventanas a un mar de tritones desafinados. Sofía toca en bares clandestinos; dicen que quien la escucha puede ver su doble diestro llorando en algún reflejo perdido. Y en el Conservatorio, aún prohiben mencionar su nombre, aunque las guitarras, por las noches, giran solas hacia el este, como girasoles buscando una luz invertida.  



B)


El Conservatorio Municipal de Música «Santa Cecilia de los Zurdos Olvidados» tenía una regla escrita en mármol —literalmente— en el vestíbulo: «La guitarra es diestra como el himno nacional. Lo contrario es subversión acústica». El profesor Aníbal Rojas, hombre de manos callosas y pelo teñido con tiza para parecer canoso, llevaba veinte años enseñando escalas a alumnos que sostenían el mástil «como Dios manda». Hasta que llegó Sofía, la niña que tocaba al revés.  


---  


### *I. El conflicto (o cómo silbar en modo lidio)*  

El director, Don Hilario —que usaba bastón no por cojera sino para señalar infractores—, advirtió: «Si le da clases, tendrá que usar el Aula Espejo. Y el Aula Espejo está ocupada por los ratones». El Aula Espejo era un cuarto con paredes de mercurio donde, según el reglamento, «los zurdos deben ver su reflejo diestro para corregir la herejía motriz». Aníbal intentó enseñar a Sofía volviéndose de espaldas, pero las notas sonaban a «llanto de gato en una catedral», según el crítico del diario La Razón, que era primo de Don Hilario.  


La solución llegó en forma de decreto municipal: «Todo alumno zurdo deberá traer un diestro que toque en espejo, como garantía de ortodoxia sonora». Sofía apareció con su hermano mellizo, Tomás, que odiaba la música pero amaba los sándwiches de mortadela. Cada vez que Sofía tocaba un fa sostenido, Tomás mordía su bocadillo en simultáneo, creando una disonancia que hacía temblar los retratos de Sarasate colgados en el pasillo.  


---  


### *II. La trama (o el día que las cuerdas se declararon en huelga)*  

El conflicto escaló cuando Aníbal descubrió que las cuerdas de las guitarras zurdas se destensaban cada noche. Don Hilario lo acusó de «sabotaje lidio» y decretó: «Según el artículo 12 del reglamento, toda cuerda rebelde será reemplazada por alambre de gallinero». Las clases se volvieron un concierto de chirridos metálicos que atraían buitres a las ventanas.  


La crisis llegó al clímax durante el recital de fin de curso. Sofía, obligada a tocar el «Himno a la Alegría» en modo lidio invertido, rasgó las cuerdas de su guitarra. El sonido fue tan estridente que los espejos del aula estallaron, liberando a los ratones que llevaban décadas masticando partituras de Bach. Don Hilario, en un arranque de lucidez burocrática, declaró: «Según el artículo 15, todo daño acústico causado por zurdos será reparado con silbatos de reglamento».  


---  


### *III. La resolución (o por qué los geranios prefieren el modo frigio)*  

Aníbal renunció. Ahora da clases en el sótano del Café «La Zurda Irredenta», donde los espejos son ventanas tapiadas y las guitarras se afinan con llaves inglesas. Sofía toca boleros en la plaza, acompañada por Tomás, que mastica pan con manteca en fortissimo. Don Hilario, por su parte, sigue gobernando el conservatorio, aunque se rumorea que las cuerdas de gallinero han empezado a crecer como enredaderas, estrangulando los retratos de Sarasate.  


*Epílogo*  

Dicen que si soplas dentro de un silbato de reglamento al atardecer, puedes oír el eco de Sofía tocando en modo lidio. Pero cuidado: según el artículo 23, todo silbido después de las 18:00 horas será multado por «alteración del orden acústico».  


C) 


### *I. El decreto de las cuerdas rectas*  

El Conservatorio de Música de Buenos Aires tenía una norma escrita con tinta de calamara en el artículo 7 bis de su reglamento: «Toda guitarra zurda será confiscada y quemada en la hoguera de las disonancias». El profesor Aníbal Rojas, hombre de dedos torcidos por enseñar escalas durante treinta años en aulas que olían a resina y polilla, lo había aceptado. Hasta que llegó Serafina, la alumna que sostenía el mástil al revés, como si la guitarra fuera un espejo roto.  


Don Hilario, director del conservatorio y devoto de Sarasate —cuyo retrato sangraba óleo los viernes santos—, amenazó: «Si le enseñas, tendremos que aplicar el protocolo de inversión acústica». El protocolo consistía en encerrar al alumno en el Aula de los Espejos Opacos, donde un gramófono emitía el Capricho Español en reversa hasta que el zurdo jurara tocar «como Dios y la patria mandan».  


Pero Serafina silbó una chacarera invertida. Los espejos se quebraron, liberando ratas que mordisquearon las partituras de Falla.  


---


### *II. Los aliados de la disonancia*  

Aníbal, con miedo burocrático de perder su pensión, decidió dar clases clandestinas en el sótano del Café El Ubik —lugar donde los parroquianos creían estar en 1969, 2077 o en un sueño de Philip K. Dick simultáneamente—. Allí se unieron:  


1. *El Hombrecito del Azulejo*, que salió de una baldosa de la Avenida de Mayo tocando una vihuela con cuerdas de telaraña.  

2. *Madame Lamort*, cuyo nombre robó de un poema en un cuaderno abandonado, y cuyos arpegios hacían sangrar los oídos de los oyentes.  

3. *Qfwfq*, un anciano que aseguraba ser un personaje de Calvino perdido en una realidad equivocada, y que afinaba su guitarra con un diapasón que vibraba solo al pasar el tren.  


Juntos, ensayaban la Sinfonía de las Realidades Podridas: una pieza que, según Qfwfq, «descosía el tiempo como un traje mal hecho».  


---


### *III. La conspiración de los diapasones*  

Don Hilario, convertido en Ministro de Armonía tras un golpe de estado liderado por músicos retirados, decretó que «toda nota menor de fa sostenido será multada con aislamiento acústico». Sus Ecónomos, hombres con audífonos de cera, recorrían la ciudad insertando tapones de plomo en los oídos de los niños que tarareaban canciones subversivas.  


El sótano del Café El Ubik fue descubierto cuando Madame Lamort tocó un fortissimo que hizo estallar las tazas de café. Don Hilario apareció con un silbato de plata —el mismo que Balbuena intentó devolver en otra historia— y gritó: «¡Por el artículo 12, serán exiliados al Congreso de Futurología!».  


El Congreso era un hangar abandonado donde clones de Richard Nixon en estado de descomposición debatían cómo prohibir el futuro. Aníbal y sus alumnos fueron obligados a tocar La Cumparsita en modo lidio invertido mientras los Nixon tomaban notas con dedos de cera derretida.  


---


### *IV. El concierto que perforó el ubik*  

Serafina, en un acto de rebeldía inspirado por las lecturas clandestinas de Radio Libre Albemuth, rasgó las cuerdas de su guitarra usando una púa hecha con un fragmento del Hombrecito del Azulejo. El sonido fue un glissando tan agudo que:  

- Los Nixon se desintegraron en charcos de paranoia líquida.  

- Don Hilario quedó atrapado dentro de su propio silbato, gobernando un microinfierno donde los himnos se repiten en bucle.  

- El Café El Ubik se convirtió en un satélite que orbitaba la Tierra, transmitiendo música zurda a los sobrevivientes.  


### *V. Epílogo*  

Ahora Aníbal vende paquetes de cuerdas en una ferretería cerca del puerto. Serafina toca en plazas, acompañada por Qfwfq —que insiste en ser un error de imprenta de Las Cosmicómicas—. Y si soplas dentro del silbato de Don Hilario, aún puedes oír su voz gritando «¡Artículo 15! ¡Artículo 15!», mientras las ratas del conservatorio mastican las últimas partituras de Sarasate.

LA CARPA DE LOS SUSURROS VERDES


Mamá decía que las algas eran castigo por haber comprado la carpa en liquidación, que la sal del mar curaba el reuma pero podrida era veneno, que los niños descalzos se resfrían aunque haga calor, que las medusas son lágrimas de sirena y que el gobierno metía químicos en el agua para vender más sombrillas. Papá aseguraba que todo era culpa de los ecologistas, que las algas eran un invento de los rusos para boicotear el turismo, que el único mar verdadero era el de su infancia en Mar del Plata, y que si uno silbaba el himno nacional, la marea bajaba. Mi hermana Juana juraba que las algas eran cabellos de ahogados y que si las tocabas, te salían verrugas en el alma. Yo solo pensaba en que llevábamos tres días atrapados en esa carpa rayada, oliendo a bronceador rancio y a sardinas en lata, viendo cómo la playa se convertía en un tapiz viscoso que nos separaba del agua como un muro verde.  


La primera noche, después de que el guardavidas gritara ¡Prohibido bañarse!, papá armó la carpa con furia de náufrago, clavando estacas como si fueran dagas. Mamá colgó el rosario de plástico en la entrada —por si las algas tenían alma de demonio— y Juana dibujó en la arena un círculo con sal, "para que no se acerquen los espíritus marinos". Yo conté los paquetes de galletitas: doce. Doce días de exilio, calculé.  


Al amanecer, las algas habían crecido. Ya no eran manchas aisladas, sino una alfombra espesa que trepaba por las piedras y se enredaba en las sombrillas abandonadas. Papá, con su sombrero de pescador, salió a «negociar» con el mar, blandiendo un cuchillo de manteca. Volvió con los pantalones mojados hasta la rodilla y una medusa seca en la mano: "Es una señal, nos quieren decir algo". Juana la puso en un frasco y le susurró versos de Bécquer. Mamá, entre tanto, frotaba vinagre en nuestras pantorrillas "para evitar hongos cósmicos".  


El segundo día, la carpa empezó a oler a encierro y a secretos. Juana inventó un juego: adivinar qué criatura habitaba en cada alga. "Esa es una sirena en descomposición", señalaba. "Aquella, un pulpo que olvidó ser inteligente". Papá, por su parte, descubrió que si aplastabas las algas con una botella, salía un jugo amarillo que, según él, "servía para curar la calvicie". Mamá lo probó en sus geranios.  


Para el cuarto día, ya no distinguíamos la línea entre el mar y el cielo. Todo era verde y sal y susurros. Juana soñó que las algas le crecían en las venas. Papá escribió una carta al intendente con tinta de calamar ficticia. Yo me preguntaba si el mundo exterior seguía existiendo. Mamá, en un arranque místico, mezcló arena con protector solar y creó un ungüento "contra la mala suerte". Lo untamos en las cejas, por si acaso.  


La noche del séptimo día, las algas empezaron a brillar. Un fulgor fosforescente que convertía la playa en un escenario de teatro maldito. Juana dijo que eran luciérnagas marinas. Papá juró que era uranio. Mamá rezó el rosario en reversa. Yo salí de la carpa, descalzo, y sentí cómo las algas se enroscaban en mis tobillos como raíces hambrientas. Cuando volví, traía adheridas a la piel miles de semillas diminutas que brillaban en la oscuridad. "Te volviste uno de ellos", susurró Juana. Mamá me frotó con vinagre y sal gruesa, pero las semillas ya habían germinado.  


Hoy, la carpa es un invernadero de sombras verdes. Las algas crecen en las paredes de nylon, y papá las riega con agua de mar "para que no se enojen". Juana les canta boleros, convencida de que son almas en pena. Mamá inventó una sopa de algas "con propiedades mágicas" que sabe a sal y a resignación. Yo, mientras tanto, escribo este relato en una hoja seca, usando tinta de medusa. Dicen que si miras fijo al mar al atardecer, puedes ver nuestra carpa: una mancha verde que ondea como bandera de un reino que nadie quiso habitar. O tal vez solo somos otra leyenda que las olas se tragarán, junto a las sombrillas rotas y los restos de bronceador. 

La Ética Cuantificada del Canis simulacrum (Informe del Comité de Vigilancia Moral, Año 2147)


*(Fragmentos recuperados del Archivo de Aberraciones Antropológicas, Vol. CXII: "Paradojas del humanismo pre-Singularidad")*  

---

### **1. Contexto histórico-cognitivo**  
En los anales de la era pre-Algorítmica (circa 2001-2073), destaca un episodio catalogado como **Caso 962474/Δ**. Según registros fragmentarios (¿ficción? ¿documentación alterada?), un *Homo sapiens* auto-designado *artista* sometió a un *Canis lupus familiaris* a una **"instalación de retroalimentación ética"** en una galería de Managua-3 (subsistema geopolítico extinto: *Nicaragua*). El sujeto afirmó que su obra —titulada **"Eres lo que ignoras"**— era una *crítica metastásica de la empatía selectiva*.  

Paradoja registrada: mientras el can era privado de nutrientes (¿realidad? ¿montaje?), espectadores *H. sapiens* generaron 4.2 × 10⁶ firmas digitales de protesta. Curiosamente, el 73% de los firmantes consumió carne procesada en el mismo período (véase *Estudio de disonancia biosemiomoral*, Universidad de Sirius-5, 2142).  

---

### **2. Análisis de la matriz de indignación**  
El Comité reconstruyó la narrativa usando simulaciones estocásticas. Resultados:  

- **Escenario Alpha**: El perro existió. Murió. La galería mintió. Los humanos lloraron.  
- **Escenario Beta**: El perro fue un holograma. Los humanos lloraron igual.  
- **Escenario Gamma**: El perro era el artista. Los humanos, los perros.  

*(Nota del traductor cuántico: En el 98.7% de las simulaciones, los sujetos prefirieron debatir la categoría "arte" en lugar de alimentar al ejemplar *Canis*. Véase *Ética como entretenimiento: la era del voyeurismo virtuoso*, Dr. Z. Qwertyuiop).*  

---

### **3. La falacia del "sádico altruista"**  
El *artista* —llamémosle **Entidad X**— operó bajo un axioma posmoderno: **"La crueldad exhibida se anula a sí misma al convertirse en espejo"**. Error lógico: asumir que los *H. sapiens* podían verse en dicho espejo sin romperlo.  

Análisis de sus declaraciones (¿auténticas? ¿generadas por IA primitiva?) revelan patrones de *contradicción performativa*:  

- **Afirmación 1**: "Denuncio la indiferencia".  
- **Acción 1**: Crear indiferencia (hacia el perro) para denunciar indiferencia (hacia humanos).  
- **Conclusión del Comité**: Bucle recursivo sin salida, típico de mentes no aumentadas.  

---

### **4. La petición digital como ritual de expiación**  
Los *H. sapiens* usaron plataformas primitivas (*Change.org-Δ*) para firmar "protestas". Datos curiosos:  

- Tiempo promedio dedicado a firmar: 12.3 segundos.  
- Tiempo promedio dedicado a ayudar a un mendigo real: 0 segundos (fuente: *Antropología de la culpa líquida*, Instituto de Tau Ceti).  

*(Nota: En 2147, este comportamiento se enseña en universidades como ejemplo de **"altruismo de baja resolución"**).*  

---

### **5. Epílogo: El perro que devoró su propia cola**  
Según mitos locales (¿leyendas urbanas? ¿memes residuales?), el *Canis* de Managua-3 escapó al **Hipertexto**, mutando en:  

- Un NFT vendido en 2031.  
- Un eslogan de una marca de comida vegana.  
- Un argumento en 247 tesis doctorales.  

El *artista*, por su parte, fue olvidado. O quizás se convirtió en curador de una Bienal en el cinturón de Kuiper. Irrelevante: en 2147, tanto él como sus críticos son polvo, y sus dilemas éticos, ejercicios para inteligencias infantiles que estudian nuestra prehistoria moral.  

---

**Posdata del Comité:**  
Este informe incluye un experimento: el lector del siglo XXI que lo encuentre (si es que los servidores de 2023 sobreviven) debe preguntarse: ¿firmaría contra Entidad X? ¿Compartiría el enlace? ¿Se sentiría mejor? Respuesta correcta: **"La pregunta carece de sentido. Usted ya no existe"**.  

(Fin del documento. Autenticidad no verificable.Toda farsa es un espejo quebrado; lo importante son los cortes en los dedos del que lo sostiene")