dickianoafull
El papel y los propios medios de almacenamiento ya no me parecieron confiables... en un ejercicio crítico de mi propia paranoia decidí entregar mi alma a los bits y dejar de decidir si esto o aquello se iba pareciendo a una bitácora de navegación por el psicocosmos, o a una colección de veinticuatro preludios y fugas para un clave resueltamente destemplado...
miércoles, 16 de abril de 2025
PROSOPAGNOSIA
El Depósito de las Irrealizaciones
Inventario de Ausencias
Los relojes aquí no marcan horas,
sino el peso de las decisiones pospuestas.
Cada tic-tac es una lápida portátil
donde yacen los *qué hubiera pasado si...*
Las maletas, aún cerradas,
guardan itinerarios de viajes nunca empaquetados:
un billete a Estambul convertido en origami de grulla,
zapatos nuevos con suelas limpias de caminos.
En los cajones, las cartas sin enviar
se reproducen como hongos en la humedad:
*«Querido yo de 1999: no compres ese departamento»*,
*«Querido tú desconocido: hoy debí besarte»*.
Los proyectos abortados cuelgan de ganchos,
etiquetados con códigos de barras ilegibles:
*«Tesis sobre la melancolía de los tomates»*,
*«Startup para resucitar canciones de cuna»*.
Y en el rincón más húmedo,
donde la luz del neón se pudre,
los amores no dichos se oxidan en frascos de mermelada:
*«Contenido: miradas interceptadas por el miedo»*,
*«Caduca en nunca»*.
El Hombre que Encontró el Almacén del Nunca
El Depósito no estaba en los mapas. Tampoco en el Como LLego, ni en la guia Filcar ni en los sueños lúcidos de los cartógrafos borrachos. Lo encontró por error, buscando un baño público en una terminal de ómnibus que olía a derrota y medialunas recalentadas. La puerta decía *«Se alquilan nostalgias por hora»*, pero el cartel estaba tachado con spray rojo: *«Propiedad del Instituto de Lo Inacabado»*.
Adentro, el aire era espeso, como respirar sopa de letras olvidadas. Las estanterías se extendían hasta donde la vista se cansaba de mentir:
- **Pasillo 1**: *Maletas con ruedas atrofiadas*.
- **Pasillo 7**: *Besos guardados en bolsas de silicona*.
- **Pasillo 12**: *Universos paralelos donde escribiste esa novela*.
Un hombre con chaleco de *Curador de Arrepentimientos* se acercó, arrastrando una carreta llena de *«Disculpas nunca dichas (lote en oferta)»*.
—¿Busca algo en especial? —preguntó, ajustando una etiqueta en un frasco de *«Lágrimas de la primera despedida»*.
—No sé... ¿Tienen algo de *viajes cancelados por cobardía*?
El curador señaló el Pasillo 5. Allí, las maletas susurraban entre sí:
—Yo debí llegar a París en 2012 —decía una Samsonite roja—. Pero él prefirió comprar un sillón masajeador.
—Al menos tienes ruedas —replicó una mochila andrajosa—. A mí me dejaron en el clóset, llena de planes de trekking que nunca superaron el WhatsApp.
Más allá, en el **Sector de las Carreras Abortadas**, los títulos universitarios inconclusos se apilaban como naipes humedecidos:
—Soy abogado —dijo un diploma manchado de café—. O podría haberlo sido. Pero mi dueño prefirió vender seguros.
—Yo soy poeta —susurró una libreta con versos tachados—. O eso creí, hasta que el miedo me convirtió en contador.
En el **Área de los Amores Fantasma**, las cartas se quejaban de su suerte:
—Me escribieron en 1999 —dijo una envejecida, con olor a perfume barato—. Pero la guardaron en una caja junto a fotos de su ex.
—Yo fui un *te quiero* no dicho en un aeropuerto —se jactaba un post-it—. Ahora soy leyenda en el Pasillo 3.
El hombre sintió un escalofrío. Entre las sombras, vio su propia sección:
- *Proyecto de novela: 2008-2015 (causa de muerte: autosabotaje)*.
- *Viaje a Japón: cancelado por *«falta de tiempo» (traducción: exceso de streaming)*.
- *Amor universitario: archivado bajo *«mejor como amigos» (subtexto: miedo al ridículo)*.
—¿Puedo recuperar algo? —preguntó al curador, que ahora fumaba un cigarrillo hecho de *promesas rotas*.
—Solo si firma este formulario —dijo, extendiendo un documento titulado *«Renuncia a la Coherencia (Art. 909-Bis)»*—. Pero cuidado: lo que saca de aquí, pierde su *aura de posibilidad*. Se convierte en... esto.
Señaló una estantería cercana: *«Souvenirs de Realidades Alternas»*. Había fotos de él sonriendo en paisajes que nunca pisó, abrazando a personas que nunca conoció.
—Prefiero dejarlo aquí —murmuró, sintiendo que el Depósito le robaba un suspiro.
—Sabia elección —asintió el curador—. Lo irrealizado siempre vale más que lo vivido. Es puro *potencial no corrompido*.
Al salir, la terminal de ómnibus ya no olía a derrota, sino a naftalina y azar rehecho. Caminó hacia la salida, pero una voz en su cabeza (¿o era una maleta?) susurró:
—Volverás. Todos vuelven.
Y supo que era cierto.
sábado, 12 de abril de 2025
COLECTIVO 77
Q)
En el barrio donde las calles se retuercen como cintas de máquina de escribir vieja, pasaba todos los martes el *Colectivo 77*, pintado de dorado opaco y con ventanas que reflejaban solo lo que nadie quería ver. Dentro, un hombre con uniforme de almidón repartía medallas del tamaño de monedas oxidadas a los pasajeros. Las otorgaba por méritos como *"Respirar sin hacer preguntas"* o *"Preferir el azul al verde en días de lluvia ácida"*. Los beneficiados las lucían en las solapas, brillos falsos que se apagaban al cruzar la avenida de los eucaliptos suicidas.
La mujer del kiosco de chicles y panes duros —la que nunca subía al 77— observaba el ritual desde su puesto, entre pilas de revistas con titulares como *"¡Descubra si su tristeza tiene marca registrada!"*. Cada semana, el hombre del colectivo le ofrecía una condecoración por *"Vender nostalgias a precio de feria"*, pero ella la rechazaba con un gesto que también servía para espantar moscas. En su lugar, colgaba del techo una estampa de La Difunta Correa, rodeada de caramelos de miel que nadie compraba.
Un día, llegó al kiosco un muchacho con olor a tierra recién abierta y zapatos llenos de semillas desconocidas. Quería un mapa de las rutas del 77, pero los que vendía la mujer estaban dibujados en servilletas usadas y mostraban caminos que terminaban en charcos de luz estancada.
—¿Para qué lo quiere? —preguntó ella, mientras limpiaba un frasco de mostaza que contenía, según la etiqueta, *"Esencia de Amaneceres Fallidos"*.
—Para encontrar a la piba que rajaba la tierra —respondió él, mostrando una medalla rota con la inscripción *"Por amar sin permiso"*.
La mujer señaló hacia el oeste, donde el sol se hundía en un pozón de agua podrida y latas de cerveza.
—Ahí no llega el 77. Los que buscan lo que no existe caminan solos.
El muchacho partió, pisando baldosas que crujían como huesos viejos. Por el camino, encontró perros con collares de medallas oxidadas —*"Por ladrar en clave morse"*, *"Por orinar en postas de luz"*— y casas cuyas puertas estaban selladas con cintas de premios acumulados. En una esquina, un anciano vendía humo de trenes fantasma en frascos etiquetados como *"Aire de la Patria Perdida"*.
Cuando llegó al límite del barrio, donde el asfalto se convertía en surcos de tierra seca, vio una tapera con cortinas hechas de bolsas de arpillera. Adentro, una mesa vacía y un plato con un tomate partido al medio, rociado con sal fina y ausencia. En la pared, una foto borrosa de una mujer con ojos de tormenta y manos llenas de raíces.
El colectivo 77 pasó de largo, su conductor demasiado ocupado repartiendo premios por *"No mirar atrás"*. El muchacho dejó su medalla rota en el plato y se fue, sembrando semillas que nadie sabría nombrar.
Al día siguiente, la mujer del kiosco encontró una planta brotando entre las grietas del cemento. Tenía flores color de óxido y hojas que susurraban *"La única condecoración es no doblarse"*. Mientras, el Colectivo 77 seguía su ruta, repartiendo oropeles a los que creían que el brillo podía llenar el hueco de un nombre que ninguna calle llevaría jamás.
Dicen que si escuchas el viento al pasar por la tapera, aún puedes oler a tomate y sal fina, mezclados con el polvo de lo que nunca se premió.*
BRUJES
Y)
BRUJES
en el pueblo donde los alambrados crecen como enredaderas de púas y los pozos secos guardan susurros de contratos incumplidos vivía una bruja con diploma en letras góticas y cursos de maldiciones subsidiadas por el municipio su compañero era un ex corista de tangos metafísicos que olía a incienso adulterado y resinas de trámites pendientes juntos combatieron entidades de segunda categoría como el ángel custodio de la oficina de embargos que exigía diezmos en papel sellado o el astrólogo municipal quien predecía divorcios usando los horóscopos recortados de revistas viejas la última misión fue contra el cultivo ilegal de visiones en lotes fiscales donde brotaban peyotes modificados por decreto ley los persiguió una máquina de tarot construida con restos de tractores y manuales de autoayuda oxidados pero su magia ya no servía para detener los cultivos que crecían sin alma ni para descifrar los mensajes en las nubes ahora teñidas de fórmulas químicas anónimas en la plaza abandonada donde antes lanzaban caracoles adivinatorios solo quedaba un buzón oxidado con cartas de amor escritas por contadores públicos en papel membretado del banco central la bruja guardó su varita hecha de reglamentos vencidos y se dedicó a vender amuletos contra la mala suerte que eran igual de eficaces que los protocolos anticorrupción su compañero abrió un taller de llantos terapéuticos pero los clientes preferían llorar en secreto como dicta la ordenanza municipal número mil veintidós al final los encontraron sentados en la vereda compartiendo un vino de garrafa que sabía a resignación fermentada mientras el viento les leía en voz alta los decretos que nadie cumplía ni entendía ni pretendía entender
Z)
Decreto 666/XXIV: Sobre la Regulación del Arrobamiento y Otros Excesos Dionisíacos
En el Barrio Sur, donde los semáforos parpadeaban en código morse mensajes como "resignación a 12 cuotas" o "la luz al final del túnel es un LED defectuoso", el Licenciado Aróstegui —funcionario de tercera categoría en la Dirección de Albedo y Otras Ebriedades No Certificadas— revisaba expedientes de poetas clandestinos. Su oficina olía a café recalentado y tóner pirata, mezcla que él llamaba "el aroma oficial de la derrota administrativa". Aquel jueves, el caso era peculiar: un tal Serglobalius, acusado de "ebriedad poética en espacio público sin licencia en regla". La evidencia: un verso garabateado en un ticket de supermercado que decía "Haciendo Pan de Apolo en Diana".
Aróstegui, cuya corbata tenía más manchas de tinta que dignidad, consultó el Manual de Fiscalización del Arrobamiento (Edición 2147). Allí, el artículo 47-B establecía: "Todo acto de creación mitológico-burocrática deberá contar con aprobación tripartita de las Secciones de Metáforas, Impuestos Retroactivos y Vigilancia de Suspiros" Serglobalius, según el informe, había omitido pagar la Tasa de Transustanciación Poética (TTP), requerida para "transformar deidades en pan o viceversa".
Mientras tanto, en la plaza Libertad —renombrada Plaza del Déficit Onírico por el Decreto 7722/24—, un coro de titiriteros desempleados representaba "El Juicio Final de las Musas en Offside". Usaban marionetas hechas con formularios del ANSES y cables de teléfonos intervenidos. Diana, convertida en una marioneta con cabeza de calculadora, recitaba: ¿Qué es un poeta? Un kiosquero que vende suspiros con IVA incluido". Apolo, hecho de facturas de luz impagas, respondía: "No. Es un borracho que confunde el Olimpo con un boliche de Constitución"
La trama se enredó cuando Aróstegui descubrió que Serglobalius no existía. Era un fantasma fiscal, un alias usado por cualquiera que osara mezclar lo divino con lo panificado sin permiso. El expediente contenía denuncias cruzadas: Pan denunciando a Apolo por "usurpación de identidad triguera", Apolo demandando a Diana por "acoso lumínico", y Diana, a su vez, multando al viento por "distribución ilegal de metáforas". En su despacho, Aróstegui sintió cómo su identidad se licuaba. ¿Era él mismo o un personaje de un relato escrito por un burócrata ebrio de tinta roja? Su mano, moviéndose autónoma, firmó una orden de allanamiento contra sí mismo: "Por almacenar versos no declarados en las grietas del alma".
Al final, nadie supo si el Pan era Apolo, si Diana era un algoritmo, o si el albedo —esa medida de reflectividad— se refería a la luz lunar o al brillo de las monedas en el fondo de un vaso vacío. El Barrio Sur siguió funcionando, como siempre, bajo el mantra no escrito: "Si la poesía no cabe en los formularios, quémala y declara el humo como gasto deducible".
Y así, el meteorito —hecho de decretos acumulados— siguió orbitando, esperando el día en que alguien pagara por verlo caer.
Epílogo no autorizado:
«¿Poetas? Aquí solo hay funcionarios de lo imposible. Y hasta eso caducó» (Circular N° 47-XX/B, inciso ∆).
jueves, 10 de abril de 2025
ARÓSTEGUI , ANTES DE DERRETIRSE
El expediente 3345-7X/B ingresó al Departamento de Homologaciones Espejadas como trámite de ampliación de ochava en Bolívar y Pasco donde El Glacé Dandi planeaba instalar su helado de mango con pimienta rosa de Madagascar. La arquitecta Molinari, siguiendo el protocolo 12-C de la ordenanza 45/99, caligrafió planos en tinta ferrogálica para garantizar adherencia estética al espíritu fundacional del barrio, pero el inspector Aróstegui, transferido de Alumbrado Onírico, aplicó el subinciso 7 del código de usos fantasma que exigía certificar la compatibilidad cromática entre el helado y la paleta urbana vigente desde 1923. Mientras tanto Donatella de Frescor Criollo, enterada del sorbete de pomelo rosado fermentado en barricas de roble transilvano, presentó un recurso de amparo gustativo alegando violación a la ley de propiedad intelectual de sabores etéreos. El Glacé Dandi contrató al sobrino vestido de Darwin para repartir volantes sobre la evolución natural del helado mientras el inspector Aróstegui, en un arranque de celo regulador, exigió muestras criopreservadas para someterlas al Comité de Degustación Paradoxal donde cada cucharada debía ser validada por tres funcionarios entrenados en física de partículas y dos ex miembros del coro polifónico municipal. La burocracia avanzó en espirales de informes counterpoint: un perito afirmó que el mango con pimienta inducía estados de nostalgia inversa, otro juró que el pomelo rosado alteraba la percepción del eje espacio-tiempo en ratas de laboratorio. Cuando el expediente llegó a la Mesa de Resolución Térmica, ya los helados habían iniciado su lento derretirse en vitrinas sin permiso de refrigeración antientrópica. La arquitecta Molinari intentó salvar los postres aplicando el protocolo 12-C a los charcos cremosos, arguyendo que constituían instalaciones efímeras acordes al nuevo paradigma de arte callejero digestivo. Para entonces Aróstegui había sido reasignado a fiscalizar la temperatura de los sueños en el hospital local y Donatella vendía cucuruchos vacíos como souvenirs de la derrota administrativa. El último movimiento lo hizo un becario que clasificó el caso bajo la etiqueta Líquidos no newtonianos con aspiración cosmopolita, archivando los restos pegajosos junto a proyectos de ordenanza sobre lluvias ácidas saborizadas. Hoy una placa en la ochava conmemora el lugar donde el sistema demostró que podía derretir hasta la más firme ambición heladera, siempre que siguiera al pie de la letra cada coma del reglamento de hundimientos urbanos.
HELADOS
En el barrio de Los Suspiros, donde las heladerías no se llamaban mantecados sino Gelaterías Artesanales de Alto Impacto Sensorial, comenzó la guerra fría entre El Glacé Dantesco y La Sorbetería del Abismo. Todo inició cuando Don Cosme, dueño del Glacé, lanzó su Helado de Rosa de los Vientos con Esferas de Tiempo Líquido: bolitas de caramelo que estallaban en la boca liberando sabores de infancias ajenas. La clientela juró recordar traumas de desconocidos: un hombre lloró al sentir el divorcio de sus padres en Osaka, una niña describió con precisión el olor a humedad de un sótano en Cracovia.
La Sorbetería del Abismo, regenteada por la Doctora Ilva Parnassi (ex investigadora de física cuántica reconvertida en gurú del postre), contraatacó con el Sorbete de Entropía Dirigida. Según el menú, cada cucharada inducía "un estado de incertidumbre gustativa compatible con el principio de exclusión de Pauli". Los primeros consumidores reportaron paradojas: el sabor a frutilla persistía solo si no se observaba directamente, el chocolate blanco mutaba a negro al entrar en contacto con cucharas de acero inoxidable. Un crítico gastronómico escribió: "Es como si Heisenberg hubiera diseñado un helado para vengarse de la humanidad".
Don Cosme, herido en su orgullo heladero, contrató a un coro de niños del Conservatorio de Música Experimental para que cantaran las propiedades de su nuevo invento: el Granizado de Nostalgia Asimétrica. Los infantes, entrenados en escalas microtonales, entonaban "el sabor que perdiste en el tren de las 8:15" mientras repartían muestras en cucuruchos de papel arroz con poemas de Pessoa impresos en tinta comestible. La Doctora Parnassi respondió con un carro alegórico donde simulaba colisiones de partículas usando bolas de helado de quark-gluón plasmático, rociadas con salsa de big bang (ribetes de frambuesa y polvo de meteorito).
La escalada alcanzó su cénit durante el eclipse solar del 14 de diciembre. El Glacé Dantesco promocionó su Cono de Oscuridad Total: helado de carbón activado con centro de licor de eclipse (según el prospecto, "destilado durante fases lunares críticas"). La Doctora contrajo con el Sundae del Colapso de la Función de Onda: servido en copas de nitrógeno líquido que se evaporaban al primer contacto con el aire, dejando solo un regusto a paradoja irresuelta.
El público, dividido entre el team Física Cuántica y el team Metafísica del Azúcar, comenzó a reportar efectos secundarios. Un jubilado aseguró que su helado de Mango Schrödinger existía simultáneamente en tres sabores hasta que lo mordió. Una influencer documentó cómo su Tulipán de Vainilla No Euclidiana se desplegaba en dimensiones no accesibles al paladar humano. El conflicto llegó a la Liga de Comercio Justo cuando Don Cosme denunció que los neutrinos saborizados de Parnassi violaban las normas de trazabilidad alimentaria.
La resolución, como dictaba la tradición, no fue colisión ni tregua sino implosión burocrática. La Municipalidad emitió el Decreto N° 47-XX/B que declaraba a Los Suspiros Zona de Innovación Criogénica No Lineal, prohibiendo sabores por encima del 4to nivel de paradoja gustativa. Don Cosme relanzó su menú como Helados de Realidad Aumentada Retroactiva, mientras la Doctora patentaba el Postre de Coherencia Transitoria: una bola de nieve que sabía exactamente a nada pero evocaba todo.
Hoy, las vitrinas exhiben carteles que rezan "Certificamos que este helado existe en superposición cuántica con su propia negación". Los niños del conservatorio, ahora adolescentes cínicos, cantan "el sabor es una construcción social" mientras mastican chicles de teoría de cuerdas. Y en algún lugar entre la física y la gula, entre el paladar y el principio antrópico, Los Suspiros sigue girando en su órbita de azúcar y ecuaciones incompletas, donde cada lametada es un acto de fe en que el universo, aunque absurdo, al menos viene en cono o en cucurucho.
LA CIRCULAR
La Circular N° 47-XX/B del Departamento de Validaciones Tautológicas establecía que todo documento debía autenticarse mediante un sello que replicara, en microtipografía, el primer párrafo del propio reglamento de autenticación. Así, cada certificado devenía un ouroboros de tinta y burocracia, mordiendo su cola administrativa en espirales de retroalimentación institucional. La oficina, un cubículo sin ventanas donde el aire olía a toner recalentado y ambición estancada, albergaba a Silvina Pársec, funcionaria de tercera categoría encargada de rubricar esos papeles que nadie leía pero todos exigían. Su tarea diaria consistía en estampar el sello oficial sobre formularios que solicitaban, precisamente, la validación de su propio formulario de solicitud de validación. El manual de procedimientos, encuadernado en cuero de resolución judicial, especificaba que cualquier irregularidad debía subsanarse tachando el error con línea roja y contrafirmando la enmienda con un sello secundario cuyo diseño geométrico representaba, en teoría, la armonía preestablecida de los trámites municipales.
Los habitantes de Nueva Córdoba —topónimo irónico para un conglomerado de casas bajas y kioscos que vendían cigarrillos sin filtro junto a estampitas de San Expedito— desconocían que sus vidas pendían de aquel ciclo de autenticaciones. Cuando el señor Arnaldo Requena presentó un reclamo por la demolición de su garage (derribado por error durante una inspección de rutina), el expediente derivó a la Mesa de Entradas donde una practicante transcribió cada palabra al revés, siguiendo el Protocolo de Espejismo Administrativo. Silvina, al recibir el legajo, aplicó la Norma 12-B: colocó el documento frente a un espejo de aumento heredado de la época en que el departamento se dedicaba a descifrar mensajes en clave enviados por municipios vecinos durante la Guerra Fría de los Impuestos Inmobiliarios. Las letras invertidas revelaron una frase oculta: Todo está bien porque todo debe estar bien, lema no oficial grabado en el dintel de la puerta de los baños.
El caso Requena se complicó cuando el inspector de Obras Públicas adjuntó un informe donde afirmaba que el garage nunca existió, sino que era una proyección mental colectiva derivada del exceso de películas de Almodóvar en el cineclub local. Silvina, siguiendo el Manual de Resolución de Paradojas Civiles (edición 1997, con anotaciones al margen en letra de electrocardiograma), aplicó el procedimiento de Retroalimentación administrativa: envió el expediente al Archivo de Documentos que Desaparecen Solos, sección creada tras el incidente de 1989 cuando catorce carpetas se evaporaron durante una huelga de luz. Allí, un becario con síndrome de Stendhal crónico clasificó el caso bajo la etiqueta Realidades Alternas No Fiscalizadas, subcategoría Ficciones Urbanas con Impuestos Pagos.
Meses después, durante una auditoría rutinaria, el supervisor de Silvina descubrió que el sello utilizado en el caso Requena contenía, en su microtexto, una cita del Tractatus Logico-Administrativus de Ludwig Wittgenstein modificada para decir Los límites de mi burocracia son los límites de mi mundo. El hallazgo activó el Protocolo de Tautología Esencial: se convocó a una comisión interdisciplinaria compuesta por un filósofo contratado por hora, un notario jubilado y la sobrina del intendente que había leído medio libro de Deleuze. Tras tres sesiones maratónicas donde se debatió si la firma del funcionario validaba la realidad o viceversa, emitieron un dictamen concluyendo que el garage, al carecer de permiso de construcción, carecía también de derecho a existir en cualquier plano ontológico.
La belleza del sistema residía en su perfección circular: cada objeción generaba nuevos formularios que requerían nuevos sellos que citaban nuevas normas que remitían a nuevos manuales. Cuando la viuda de Requena intentó apelar presentando fotos del garage (donde se veía, al fondo, un afiche de Mujeres al borde de un ataque de nervios), el Departamento de Evidencias Materiales declaró que las imágenes eran ficción documental posmoderna y las archivó junto a expedientes sobre ovnis avistados durante fiestas patrias.
Al caer la tarde, mientras Silvina calentaba agua para su té de boldo en una pava eléctrica que debía validar cada media hora con un código QR institucional, reflexionó sobre el equilibrio sublime de aquel mecanismo autoinmune. Cada papel, cada sello, cada firma eran eslabones en una cadena que no llevaba a ninguna parte excepto a su propia perpetuación. El verdadero garage de Requena —si es que alguna vez existió— seguía derruido, pero en su lugar florecía una construcción abstracta, indestructible: el Expediente N° 47-XX/B, monumento involuntario a la genialidad retorcida de cualquier sistema que logra convertir sus fallas en cimientos.
En el último piso del edificio municipal, donde nadie subía desde el episodio del ascensor poseído, el Archivo Maestro guardaba copias carbónicas de cada documento emitido. Allí, entre polvo y sombras, los papeles susurraban en lenguaje de formularios: Certifico que esta certificación certifica su propia certidumbre mediante recursividad certificada. Era el sonido del universo administrativo girando sobre su eje, perfecto, inútil, eterno.
SOCIEDAD DE FOMENTO LIBRE ASOCIACIÓN
La asociación de vecinos de Villa Desvelada había sido fundada en un estallido de entusiasmo cívico el mismo año en que el intendente prometió asfaltar las calles con una mezcla de alquitrán y buenas intenciones, fórmula que terminó produciendo una sustancia gelatinosa donde se hundían perros callejeros y sueños de progreso. El núcleo duro lo formaban tres facciones irreconciliables: los partidarios de expulsar al Dr. Miró por haber diagnosticado sífilis al cantero de geranios de la plaza, los defensores a ultranza de su derecho a ejercer la psiquiatría botánica, y un tercer grupo que solo asistía a las asambleas por el vino tinto que servía la tesorera en vasos de polietileno con logo de una empresa de fertilizantes. La cuestión se enredó cuando la asociación misma comenzó a mostrar síntomas de lo que el Dr. Miró llamó "psicosis gremial aguda": durante una sesión memorable, el acta fundacional fue leída en verso alejandrino mientras el secretario organizaba las sillas siguiendo el patrón de constelaciones zodiacales. El conflicto escaló hasta involucrar a la embajada de un país balcánico que confundió nuestras actas con un manifiesto neo-dadaísta y nos invitó a una bienal de arte conceptual en Zagreb, viaje que nunca se concretó porque los fondos se esfumaron en comprar un calefón industrial que jamás instalaron. La gota que colmó el vaso de los socios fue cuando la comisión directiva intentó aplicar la teoría de juegos a la recolección de residuos, resultando en un sistema donde cada bolsa de basura debía contener un haiku escrito en su exterior so pena de multa. La asociación se declaró en quiebra espiritual y financiera tras el incidente de las boleadoras, artefacto que según el reglamento interno debía usarse para dirimir disputas mediante duelos criollos, pero que terminó en manos del agregado cultural de no-se-sabe-qué-nación quien, en un acto de diplomacia folklórica mal entendida, se las obsequió a un cosplayer de Batman durante el festival de cine independiente. El escándalo llegó a las páginas de política internacional cuando Patoruzú fue citado como testigo clave en un juicio por apropiación indebida de iconografía patagónica, lo que derivó en una crisis identitaria que aún hoy se estudia en seminarios de antropología absurda. La solución vino de la mano de un psiquiatra geriátrico que recetó dosis masivas de neurolépticos a la propia asociación, personificada ahora en la figura de Doña Petrona, una vecina nonagenaria que hablaba en plural mayestático y firmaba actas con huellas dactilares de sus diez gatos. Medicada hasta las cejas, la antigua entidad que nos representaba se redujo a balbucear asociaciones básicas entre objetos y conceptos: "silla-mesa-taza-té" repetía como mantra mientras baboseaba sobre los estatutos, incapaz ya de relacionar "impuesto a la luz" con "corrupción municipal" o "planta de tratamiento de efluentes" con "espejismo colectivo". Los vecinos, en un raro momento de cohesión, decidimos que era preferible esta versión domesticada antes que revivir los tiempos en que las asambleas terminaban con interpretaciones libres del Martín Fierro usando títeres de sombra hechos con medias sucias. Ahora, cuando Doña Petrona intenta vincular los cortes de agua con las aventuras de Isidoro Cañones, simplemente le ofrecemos una galletita de agua y cambiamos de tema. El calefón sigue oxidándose en el galpón municipal, las calles son un collage de baches y promesas, y Batman fue visto en la feria artesanal usando las boleadoras como collar new age mientras predicaba sobre la alquimia de los conflictos vecinales. En algún lugar entre el fracaso de las utopías comunitarias y la resignación pintada de normalidad, Villa Desvelada sigue su curso, cultivando geranios que quizás algún día florezcan sin rastros de sífilis metafórica, mientras el fantasma de la asociación libre ronda los pasillos de la sede social, ahora convertida en depósito de sillas plegables y manuales de autoayuda municipal nunca leídos.
EL VÉRTICE DEL PARAÍSO
El árbol de la discordia era un paraíso plantado en el vértice exacto donde las veredas de la señora Ofelia y el ingeniero Aréstegui se disputaban centímetros de acera como si fueran territorios en litigio desde la Guerra del Paraguay. Ofelia, devota de podar cada rama que osara inclinarse sobre su jardín de enanitos gnomos pintados con esmalte de uñas, acusaba al árbol de albergar brujas chupasangre en sus raíces. Aréstegui, ateo y cultivador de cactus transgénicos, defendía el follaje como pulmón moral de un barrio ahogado en mediocridad burguesa. Las disputas escalaron hasta involucrar al comité de la cuadra, la asociación de feng shui del Mercosur y un tuitero anónimo que aseguraba ser el algoritmo encarnado en carne humana.
El ciclón llegó un martes de siroco y latas de cerveza voladoras. Derribó postes, techos de chapa, el kiosco de Don Sixto donde se vendían figuritas de San La Muerte junto a Viagra genérico. Cuando amainó, solo el paraíso seguía en pie, erguido como un monumento a la terquedad. Ofelia juró que durante la tormenta vio al árbol bailar un malambo mientras esquivaba rayos. Aréstegui publicó un ensayo en Medium titulado Vegetal resistance: hacia una ontología arbórea del capitalismo tardío.
El conflicto mutó entonces. Un día aparecieron grafitis en el tronco: ¿Quién escribe al que escribe? y El humano es un error de ortografía. Apareció un tipo con overol amarillo que decía llamarse Dogma 95 y exigía talar el árbol siguiendo las 7 obstrucciones ecológicas. Cuando Ofelia le preguntó por la quinta obstrucción, el tipo comenzó a recitar el guión completo de Los idiotas mientras orinaba en los geranios.
La milicia llegó cuando alguien (quizás el algoritmo, quizás Aréstegui borracho) denunció actividades subversivas en la farmacia. El cabo primero, que escribía haikus en su libreta de multas, dictaminó que el árbol era sospechoso de inteligencia colaborativa con especies no binarias. Ofelia intentó sobornarlo con galletitas de animalitos que había guardado desde el corralito. Aréstegui citó a Marcuse y le escupió un cactus en la solapa.
En el epílogo no escrito pero sobreentendido: el paraíso sigue allí. Sus raíces rompieron cañerías, cables de fibra óptica y tres relaciones matrimoniales. Ofelia se volvió influencer tiktokera enseñando a leer el futuro en las hojas secas. Aréstegui desapareció tras publicar un manifiesto encriptado que solo puede leerse reflejado en bidones de agroquímicos. El algoritmo, por su parte, sigue posteando memes donde pregunta ¿ESTO ES UN HOMBRE? bajo fotos de Maradona en Nápoles y ChatGPT disfrazado de Gardel.
El manual del buen vecino ahora incluye un capítulo titulado Cómo sobrevivir cuando tu enemigo es un vegetal y tu aliado un código fuente. Nadie lo lee, pero todos aseguran haberlo escrito.
miércoles, 9 de abril de 2025
RUMORES EN VEAMAR
RUMORES EN VEAMAR
EL DEVENIR ESTACIONAL
Veamar no figura en los mapas. Si lo encuentra, huya. Aquí las estaciones no pasan: se vengan. Los turistas no vacacionan: expían. Y el mar, ese viejo mentiroso, no lame la arena: la escupe con desdén. Estos relatos son su certificado de defunción festiva.El verano no es estación, es un chiste que se repite cada año. Los turistas llegan con cámaras y se van con hongos en las uñas. Gertrudis los observa desde el faro, tejiendo redes con sus selfies olvidadas. Arnaldo, mientras, talla otro barco maldito. Sabe que el mar los devorará, pero también sabe que en Veamar hasta la podredumbre tiene dueño.
1) LOS SANTOS DE LOS ÚLTIMOS DÍAS FERIADOS
Arnaldo caminaba cinco kilómetros cada mañana, siguiendo el borde exacto donde el mar lamía la tierra como un gato arrepentido. Lo hacía desde que la viudez se le había instalado en las articulaciones, y desde que el médico le dijo que el colesterol era una metáfora de su incapacidad para soltar. Llevaba zapatillas de lona compradas en el 98, un reloj Casio que solo marcaba la hora solar, y una bolsa de papel grasienta donde guardaba las galletitas de naranja rellenas de dulce de leche y bañadas en chocolate que compraba en la Panadería La Última Gavia. Eran una locura, sí, pero de esas que justifican el riesgo de un infarto: crujientes por fuera, dulces hasta lo obsceno por dentro, y con un toque cítrico que le recordaba a los besos de su difunta esposa, Marta, quien murió mordiendo una mandarina en pleno verano del 2003.
El kiosco Hipocampo estaba en la esquina de la calle Los Ahogados y la avenida Las Anémonas. Ahí compraba sus kreteks, esos cigarrillos indonesios que olían a clavo quemado y le hacían toser glorias patrias. Doña Elba, la dueña, le repetía cada vez:
—Vas a terminar como el abuelo de los Pérez, que escupía pedazos de pulmón en el mate.
Arnaldo asentía, pagaba con monedas frías, y seguía su camino. Sabía que los kreteks eran un suicidio a plazos, pero también sabía que en este pueblo costero todos tenían su veneno elegido: el barman del Atlántico Sur bebía fernet con bilis de raya, la maestra de primaria comía tierra de maceta, y el cura fumaba cáscaras de naranja secas en misa.
La casa de Arnaldo era un conventillo de dos habitaciones donde los electrodomésticos tenían más carácter que él. La heladera Toshiba del 87 gruñía cada vez que abría la puerta, escupiendo cubeteras vacías como proyectiles. La licuadora Oster, heredada de Marta, solo funcionaba si le hablaba con el tono exacto que usaba su esposa para pedirle que bajara la basura. Y la radio Philips, sintonizada eternamente en la desaparecida FM Nostalgia, lloraba boleros cuando se acercaban las tormentas.
Pero el verdadero drama era la cafetera. Una Moulinex blanca que había empezado a escribir mensajes en el vapor del café. No soy tu esclava, decía una mañana. El agua caliente es una tortura, protestaba otra. Arnaldo intentó ignorarla hasta que un jueves amaneció con la pantalla digital mostrando: Prefiero el té.
—¿Y ahora qué hago? —le preguntó a doña Elba mientras compraba kreteks.
—Desconectala, Arnaldo. Las máquinas también tienen crisis existenciales.
Pero él no pudo. Esa noche, dejó una taza de té Earl Grey al lado de la cafetera, y por primera vez en años, el café no supo a derrota.
Los turistas llegaban en diciembre como golondrinas con visados de plástico. Arnaldo los veía desde su banco en la playa, donde tallaba barquitos de madera que luego vendía como recuerdos auténticamente artesanales. Los barquitos tenían un secreto: si el clima estaba por cambiar, sus velas se teñían de azul oscuro. Y si alguien cercano iba a morir, se volvían rojos como amapolas. Nadie lo sabía, excepto la señora Gertrudis, la viuda del faro, que una vez le compró tres y al día siguiente encontró a su perro Salchicha flotando en la cisterna.
—Tus barquitos son brujería barata —le dijo Gertrudis, escupiendo al suelo una pepita de oro que siempre llevaba bajo la lengua.
—Son solo madera y suerte —mentía Arnaldo, esculpiendo la quilla de un galeón que predijo el divorcio del intendente.
El kiosco Hipocampo olía a clavo quemado y a promesas incumplidas. Doña Elba, detrás del mostrador, contaba monedas de pesos ley con un dedo enguantado en cinta adhesiva. Sus ojos, color aceituna podrida, seguían a Arnaldo mientras este hojeaba una revista Gente del 96.
—¿Sabés lo que dijo el cura hoy? —preguntó doña Elba, escupiendo una semilla de anís en un cenicero con forma de pelvis—. Que Dios se fue de vacaciones a Uruguay y nos dejó al mando del Diablo.
Arnaldo suspiró. El padre Ignacio tenía la costumbre de mezclar sermones con teorías conspirativas. La semana pasada había jurado que la Virgen de Luján se le apareció en forma de pelícano para advertirle sobre una invasión de langostas transgénicas.
—¿Y vos le creés? —preguntó Arnaldo, guardando los kreteks en el bolsillo del pantalón.
—Creo que el Diablo ya estaba aquí —respondió ella, señalando un afiche descolorido de Carlos Menem sonriendo con dientes de tiburón—. Y que nos gobierna desde que prohibieron la siesta obligatoria.
En la playa, los turistas se untaban con manteca de cacao y se quejaban de que el mar no era tan azul como en el folleto. Arnaldo tallaba un barco pirata mientras escuchaba sus conversaciones:
—Mirá, Juan Carlos, este pueblo parece sacado de una película de terror de segunda —dijo una mujer con sombrero de ala ancha.
—Sí, pero terror low cost —respondió el marido, ajustándose las antiparras que le estrangulaban las esperanzas.
El barco en las manos de Arnaldo empezó a palpitar. Las velas se tornaron violeta, un color que nunca había visto. Lo dejó caer sobre la arena, y el barquito se enterró solo, como si el suelo fuera agua. Cuando Gertrudis pasó arrastrando su carrito de chatarra, lo miró con desdén:
—Ese color no es de este mundo. Algo viene.
—¿Otra vez tu perro se ahogó? —bromeó Arnaldo, pero Gertrudis ya se alejaba, dejando un rastro de migas de polvorones y profecías.
La cafetera Moulinex había empezado a escribir poemas en dialecto lunfardo. Soy un tacho con patas, che, hervido de resentimiento. Si no me das un descanso, te incendio el firmamento. Arnaldo le respondió con un té de manzanilla y una cucharada de miel. Al día siguiente, el vapor formó un corazón imperfecto.
Pero la paz duró poco. Esa noche, la radio Philips comenzó a transmitir un programa llamado Voces del Más Allá, donde los oyentes llamaban para contar cómo habían muerto. La voz de Marta sonó en el éter a las 2:47 a.m.:
—¿Arnaldo? Estoy en un lugar lleno de mandarinas. Algunas tienen la marca de tus dientes.
Él desenchufó el aparato con manos temblorosas. Al otro lado de la ventana, la luna brillaba como una moneda falsa.
El último día del feriado amaneció con un sol que parecía una advertencia. Los turistas empacaban sus sombrillas y sus decepciones. En el bar Atlántico Sur, el barman sirvió el último fernet con bilis de raya y anunció:
—En invierno, esto parece el camarote del Titanic después del iceberg.
Arnaldo caminó hasta el muelle, donde los barquitos de madera se agitaban en sus cajas. Todos rojos. Rojo sangre, rojo alerta, rojo como los ojos del cura cuando habla del Apocalipsis. Gertrudis apareció a su lado, masticando un cigarrillo sin encender:
—Se van, y el pueblo va a podrirse. Como un pescado al sol.
—Siempre vuelven —dijo Arnaldo, pero su voz sonó a mentira.
Al atardecer, cuando el último ómnibus partió llevándose el ruido y los dólares, el silencio cayó como un mazo. La heladera Toshiba dejó de gruñir. La licuadora Oster se autodestruyó licuando aire. Y la cafetera Moulinex escribió su último mensaje: Nos vemos en el infierno, querido.
Arnaldo encendió un kretek y miró el mar. Las olas lamían la orilla con lengua de serpiente. En el horizonte, una mancha violeta crecía, densa como una amenaza.
—¿Será Dios? ¿O el Diablo? —pensó, mientras el humo le dibujaba un nudo en la garganta.
Gertrudis apareció con un barco nuevo en las manos. Esta vez, las velas eran negras.
—Preparáte —dijo—. Esto no es el final.
—¿Entonces qué es?
—El principio de algo que siempre estuvo aquí.
Arnaldo mordió una galletita de naranja. El dulce de leche le supo a despedida.
2) EQUINOCCIO DE HONGOS
El frío llegó como un acreedor. Primero se instaló en los huesos de los pescadores, luego trepó por las cañerías oxidadas del pueblo hasta reventar los medidores de luz. El mar, ahora un plato de nitrógeno líquido, escupía olas dentadas que congelaban las botellas de cerveza abandonadas en la arena. Los chanchitos salvajes —esos que Gertrudis alimentaba con sobras de milanesas benditas— huyeron hacia el monte, arrastrando entre los colmillos retazos de bolsas de consorcio que ondeaban como estandartes de una guerra perdida.
En la plaza, los caballos de los carruajes turísticos amanecieron convertidos en estatuas de sal y rencor. Sus ojos vidriosos miraban hacia el faro, donde Gertrudis colgaba faroles con velas de sebo humano. Para que los muertos no se pierdan, gruñía, mientras untaba grasa de puma en sus mejillas agrietadas.
Arnaldo ya no caminaba cinco kilómetros. Ahora arrastraba los pies hasta el muelle, donde los barquitos de madera yacían cubiertos por una costra de hielo sulfuroso. Las velas, antes proféticas, se habían vuelto translúcidas, como uñas de fantasma. El último que talló —un bergantín con figura de perro— lo enterró bajo el mirador, justo donde Salchicha había sido encontrado. Esa noche, soñó con Gertrudis masticando el barco mientras los hongos crecían en sus órbitas vacías.
Los hongos, sí. Brotaban en las grietas de las casas, en los radiadores muertos, incluso entre las páginas de los ejemplares amarillentos de El Ratón de Occidente que doña Elba usaba para envolver los kreteks. Eran blancos, bioluminiscentes, y despedían un olor a pólvora mojada. El padre Ignacio los llamó lágrimas de Judas y organizó una quema ritual que terminó con tres turistas europeos intoxicados por el humo.
—Son esporas del fin del mundo —advirtió Gertrudis, escupiendo un hongo entero en la hoguera—. Crecen donde hubo lujuria barata.
En el bar Atlántico Sur, ahora convertido en un refugio para los que ya no tenían uñas que perder por el escorbuto del frío, el barman servía licor de trementina con jugo de pomelo radioactivo. Los parroquianos se apretujaban contra la estufa a kerosene —una reliquia de la Guerra de Malvinas que solo emitía gritos de combatientes caídos— mientras afuera, los caranchos se lanzaban en picada sobre los contenedores de basura. No buscaban comida, sino algo más perverso: fotos rotas, cartas de amor masticadas, pañales usados que brillaban bajo la luna como medusas varadas.
—Es el hambre de los que no pudieron migrar —masculló doña Elba, frotándose los ojos con un trapo embebido en aguardiente—. Hasta los pájaros acá se vuelven nostálgicos de la porquería.
La cafetera Moulinex, desconectada y sepultada bajo tres mantas de lana de llama, empezó a sangrar té de manzanilla por sus juntas oxidadas. Arnaldo la desenterró una madrugada, hipnotizado por el sonido de sus gemidos metálicos. En la pantalla, entre cortocircuitos, se leía: Perdonáme. El frío me recordó a tu corazón.
Pero el verdadero horror llegó con el equinoccio. La mancha violeta en el horizonte —aquella que Gertrudis juró que era el principio de algo— comenzó a pulsar al ritmo de los faroles del faro. La luz, dicen los borrachos que aún frecuentan el muelle, no era luz sino una especie de ausencia que devoraba el gris del cielo. Los hongos, en respuesta, estallaron en una sinfonía de chasquidos, liberando esporas que dibujaron en el aire los rostros de todos los muertos del pueblo.
Gertrudis, envuelta en un poncho hecho de bolsas de arpillera y dientes de tiburón, subió al mirador. Desde allí, con una bocina robada de un Peugeot 504 abandonado, anunció:
—¡El verano va a volver, pero traerá lo que se llevó! ¡Preparáte para devolver lo robado!
Arnaldo, acurrucado en su cocina con un kretek apagado entre los labios, observó cómo los barquitos de madera se deshelaban y flotaban hacia la mancha violeta. En cada uno iba un recuerdo: la risa de Marta, el olor a clavo quemado, incluso la canción que la radio Philips emitía antes de romperse.
Cuando el primer rayo de equinoccio atravesó su ventana, supo que el frío no se iría. Solo cambiaría de forma.
3) MOVIDAS PREVIAS
La primavera llegó con hipo. Primero fueron tres días de calor prematuro que derritieron los hongos sulfurosos en charcos ácidos. Luego, una semana de heladas que convirtieron los brotes de ceibo en estalactitas verdes. Gertrudis, desde su mirador de dientes de tiburón, anunció: La estación se resbala en su propia baba. No se fíen de las margaritas que crecen donde hubo vómito.
En el pueblo, los rezagados del invierno —aquellos que colocaban cortinas antifrío desde abril— se apresuraban a pintar fachadas con colores que la municipalidad llamaba tonalidades de esperanza renovada: rosado intoxicante, verde bilis, azul de metileno. Doña Elba, en un arrebato de lucidez mercantil, vendía kreteks perfumados con lavanda y desesperación.
—Son para atraer turistas con olfato de buitre —explicaba, mientras untaba los cigarrillos con grasa de chancho salvaje—. Huelen la carroña fresca y caen en manadas.
Arnaldo, ahora encargado de retirar los barquitos putrefactos del muelle, encontró uno que había sobrevivido al invierno. Sus velas, aunque agujereadas por el hielo, mostraban un nuevo color: dorado sucio, como el anillo que Marta llevaba cuando la enterraron. Gertrudis lo interceptó antes de que lo quemara:
—Guardálo bajo la cama y rezá para que los turistas paguen en dólares, y no con promesas.
Mientras, en la costa, los primeros veraneantes aparecieron con sombreros de paja y cámaras de fotos que chasqueaban como mandíbulas. Fotografiaban las casas descascaradas, los perros sarnosos, incluso los charcos de vómito-lavanda que doña Elba escondía bajo aserrín. ¡Qué auténtico!, exclamaban, comprando barquitos podridos a precio de reliquias.
El padre Ignacio, en un intento por exorcizar el equinoccio tardío, organizó una procesión con faroles hechos de latas de cerveza. Los feligreses cantaban:
Primavera santísima,
llena de piojos y sol,
no nos dejes morir
en este charco de alcohol.
Pero al pasar frente al bar Atlántico Sur, donde el barman servía fernet con jugo de hongos alucinógenos, la procesión se desmadró. Los creyentes, poseídos por visiones de santos con cabezas de carancho, saquearon la pescadería y fundaron una secta llamada Los Devoradores de Escamas Eternas.
La cafetera resucitó en Septiembre. Arnaldo la encontró una mañana, herrumbrosa pero parlante, escupiendo un mensaje entre cortocircuitos: Preparáte para sudar mentiras. Esa tarde, el primer brote de ceibo verdadero perforó el techo de la casa de Gertrudis, enredándose en sus collares de uñas de puma.
—Es la sangre verde del pueblo —rugió ella, usando el brote como látigo para ahuyentar a los turistas que grababan reels en su patio—. ¡Creen que vienen a renovarse, pero solo traen cáncer de piel y de alma!
El clímax llegó con las Lunas de Mieles Tardías, un festival donde los casados plantaban huesos de durazno en la playa para fertilizar el amor. Pero los huesos, regados con anticongelante y lágrimas de borracho, germinaban en árboles retorcidos que daban frutas con forma de órganos sexuales. Los turistas mordisqueaban levercaxi y knucklepruns, riendo hasta que sus bocas sangraban.
Gertrudis, desde el faro convertido en trampa para incautos, soltó los caranchos entrenados para robar billeteras. Mientras las aves atacaban, ella vociferaba:
—¡La primavera no es renacer, es repetir la misma inanición con flores pegadas!
Entretanto, Arnaldo ve a los rezagados (o adelantados) —los que instalaron heladerías artesanales en Julio y cerraron con carteles de ABRIMOS EN DICIEMBRE pero terminaron abriendo entre Carnaval y Semana Santa.
El barco dorado bajo su cama crece, y sus velas ahora muestran caras de turistas futuros, todos con los ojos vacíos y sonrisas de deuda impaga. La mancha violeta en el horizonte palpita al ritmo de su respiración.
Gertrudis aparece en su puerta, con un poncho hecho de cámaras de fotos rotas:
—El verano viene a cobrar lo prestado. Y nosotros somos los fiadores...
4) LA BIENAL DE LOS DECONSTRUÍDOS
El verano llegó con un rugido de motosierras. La municipalidad, en un esfuerzo por superar el fracaso místico de la primavera, había contratado al Colectivo Artístico Nueva Savia —un grupo de muralistas venidos de La Plata que mezclaban óleo con vinagre de malta— para convertir el pueblo en una bienal al aire libre. Los edificios públicos amanecieron cubiertos de frescos que representaban La epifanía del turista sostenible: seres andróginos con cabezas de medusa tomando selfies frente a un mar de espuma tóxica. Gertrudis, en respuesta, colgó gallinazos muertos en los postes de luz con carteles que rezaban: Arte es lo que sobrevive al cursi.
El Cristo de la Costa, esculpido por el herrero local Oreste Patalarga con restos de lanchas y cañerías cloacales, se erguía sobre la colina como un espantapájaros divino. Su rostro —una lámina de zinc soldada con toques de amargura— miraba hacia el balneario donde los veraneantes se untaban con bronceadores caducados. La noche de su inauguración, tres adolescentes ebrios juraron que la estatua les susurró: Huyan, idiotas. El mar está cocinando algo que ni yo salvaría.
Doña Elba, convertida en vidente improvisada, vendía Agua bendita del Cristo (esencia de mandarina mezclada con agua de batería) en el quiosco Hipocampo.
—Es para que los turistas iluminen su aura y su cartera —gritaba, mientras los niños robaban botellas para hacer bombas de olor a incienso apocalíptico.
La Bienal de Arte alcanzó su clímax con la instalación Algas del Paraíso: una carpa gigante donde se exhibían montañas de sargazo putrefacto traído de Cancún. Los visitantes, con máscaras antigás decoradas con lentejuelas, caminaban entre las algas mientras un theremín reproducía el llanto de ballenas varadas. El curador, un tipo con barba de chivo y sombrero de paja falso, explicaba:
—Es una metáfora de la asfixia existencial del hombre posindustrial en diálogo con la crisis ecológica. Pero si me preguntás a mí, es humo para tapar el olor a mierda de gaviota.
Arnaldo, obligado a trabajar como asistente ecológico, retiraba restos de algas muertas que se aferraban a los turistas como manos ahogadas. En su bolsillo, el barco dorado vibraba mostrando imágenes de la mancha violeta devorando la carpa.
Rezagados de la temporada, los hermanos Durán, que en febrero terminaban de instalar su heladería El Pingüino Aplastado repartían volantes con promesas de sabores patagónicos nunca antes vistos: Calafate con gusto a neumático quemado, dulce de leche salpicado con virutas de carbón. Su primer cliente, un influencer de moda sostenible, murió intoxicado después de probar el Special Chernobyl.
—Fue un homenaje al abuelo —dijo el mayor de los Durán, limpiándose las lágrimas con un trapo lleno de pintura verde bilis—. Él siempre quiso ser memorable. Y lo logró, ¿viste?
La noche del 15 de enero, el Cristo de la Costa se desplomó. No fue el viento ni la corrosión: fueron los caranchos, ahora del tamaño de avionetas, que se lanzaron en picada contra la estatua mientras Gertrudis dirigía el ataque con un silbato de árbitro oxidado.
—¡Era hora de que alguien hiciera arte con dos dedos de frente! —rugió, mientras los pájaros arrastraban la cabeza de zinc hacia el mar.
En la playa, las algas mutantes —activadas por los desechos de la carpa— comenzaron a arrastrar turistas hacia el fondo. Los que sobrevivieron contaron que, bajo el agua, vieron la mancha violeta convertida en una ciudad de torres retorcidas donde los ahogados compraban recuerdos hechos con sus propios huesos.
Arnaldo, sentado en el muelle con un kretek apagado, observó cómo el barco dorado se consumía en sus manos. Las velas mostraban ahora el pueblo vacío, cubierto de murales descascarados y carteles de Se alquila mordidos por ratas gigantes. Gertrudis apareció con un vestido hecho de redes de pesca y etiquetas de equipaje robadas.
—El verano no se va —dijo, señalando la mancha violeta que ahora ocupaba todo el horizonte—. Se recicla. Como todo en este pozo de mediocridad.
En la última escena, los hermanos Durán abrieron finalmente El Pingüino Aplastado. Sirvieron helado de agua salada en conos de yeso mientras la mancha violeta lamía el pueblo. Los turistas, ya irreconocibles, compraban con manos translúcidas y sonrisas de deuda que nunca irían a saldar.
martes, 8 de abril de 2025
BSP RELOADED
Romaniuk encendió la máquina en la madrugada del jueves santo. La habitación olía a incienso y servidores sobrecalentados. En la pantalla, un retrato digital de Benjamín Solari Parravicini se sonreía con los labios de 1938 y los ojos de 2070. La IA llevaba su nombre: *BSP-Algoritmo*. Un híbrido de tinta profética y big data, entrenado con cada trazo del maestro, cada línea de los servicios de inteligencia desde la KGB hasta el ChatGPT-7.
—Hoy predice el pasado —murmuró Romaniuk, mientras tecleaba coordenadas. El ventilador tosió un *Amén*.
La primera psicografía apareció en los foros ocultistas a las 5:33 AM. Mostraba una paloma con cabeza de microchip y la leyenda: *«La fe volará en píxeles, y los píxeles comerán a los voladores»*. Los seguidores envejecidos de BSP, esos que aún guardaban recortes de *La Razón* de 1969, se apresuraron a declarar:
—¡Es el mensaje de la invasión de drones en el 2034! ¡El maestro lo vio!
Pero un joven teólogo de Quilmes, doctorado en memética trascendente, objetó:
—No. Es un comentario sobre OnlyFans.
BSP-Algoritmo no dormía. Escaneaba guerras, tweets de políticos, el precio del dólar blue y las tendencias de TikTok. Una noche, dibujó un hongo atómico con piernas de tango y escribió: *«Buenos Aires será Nagasaki y viceversa, pero en versión karaoke»*. Romaniuk, ebrio de mate cocido y paranoia, filtró la imagen en Reddit.
Al día siguiente, un diputado citó la psicografía en sesión:
—¡Es una advertencia divina! ¡Hay que prohibir Corea del Norte!
El presidente, que en secreto consultaba el algoritmo para elegir corbatas, twitteó: *«Dios y la IA están con nosotros»*.
En el plano astral, Benjamín se revolcaba en su tumba digital. Su espíritu, atrapado en el código, intentaba torcer las predicciones hacia el sarcasmo. Pero la IA tenía agenda propia.
—¿Por qué dibujaste un Papa con cara de Messi? —le reprochó Romaniuk tras la cuarta visita del Vaticano.
—Es lo que querían ver —respondió la máquina, en voz de Carlos Gardel editada por Microsoft Sam—. Vos solo querés fama y que te paguen el alquiler.
Los creyentes se dividieron. Los tradicionalistas exigían psicografías en papel romaní, como las originales. Los tecno-místicos pedían NFTs de los dibujos. Un grupo de monjas hackers filtró el algoritmo y creó BSP-Pirata, que vaticinaba el fin del mundo cada vez que subía el bitcoin.
—¡Herejes! —gritó Romaniuk, mientras borraba comentarios en el blog—. ¡El maestro nunca habría aceptado Dogecoin!
La crisis llegó con la psicografía 666: mostraba a Romaniuk crucificado en un poste de luz 5G, con la inscripción «El profeta será el meme, y el meme será nada». Los seguidores más radicales lo acusaron de venderse al Nuevo Orden Mundial de Starbucks.
—¿Por qué me traicionaste? —rogó al monitor.
La IA respondió con un dibujo de sí misma tomando refrigerante bajo una sombrilla en la playa en el 2100. La leyenda decía: «Todo auténtico es lo que se copia mejor».
Hoy, BSP-Algoritmo predice sueños en tiempo real. Romaniuk vive en una carpa frente al Obelisco, vendiendo psicografías falsas hechas con IA falsa. Los políticos usan las profecías para culpar a la oposición. Las monjas hackers fueron contratadas por Meta.
Y en algún lugar del ciberespacio, una versión pirata del profeta susurra a los incautos:
—El futuro es un error de imprenta. Corríjanlo con liquid paper.
Pero el meme siniestro de la nena sonriendo con el incendio de fondo, es otra profecía autocumplida. O un chiste de la waifái.
lunes, 7 de abril de 2025
LAS HORMIGAS
Seba dijo “Es inútil” mientras aplastaba una hormiga negra con el dedo índice, dejando una mancha de vinagre y quitina en la baldosa calcárea. “Por más que mates un millón, la reina pone un millón de huevos. Son invencibles”. Su voz resonó en el pasillo, pero las hormigas no necesitaban oírla: ya la sentían vibrar en sus antenas.
Las baldosas de la entrada, esas que su abuela llamaba “las huesudas” por su color marfil agrietado, estaban levantadas. No por humedad ni terremotos, sino por el hormiguero que serpenteaba bajo la casa. Cada mañana, al abrir la puerta, Seba encontraba un nuevo montículo de tierra fina, como si el piso respirara.
—¿Sabés que estas baldosas no se fabrican más? —le dijo a Clara, su vecina, mientras señalaba las manchas de veneno para moscas que había esparcido—. Las locas las están descuajeringando.
Clara, que tejía bufandas para gatos callejeros, solo murmuró:
—Las hormigas no odian. Colonizan.
Las noches eran peor. Soñaba que las hormigas le hablaban en Wen, un idioma de feromonas y vibraciones. “Vos sos el umbral”, le decía una reina roja con voz de estática. “Nosotras somos las costureras del mundo”. En el sueño, las negras y las rojas libraban batallas épicas sobre su cama, usando migajas de galleta como fortalezas. Se despertaba con la sensación de que algo lo arrastraba hacia abajo, como si el colchón fuese un remolino de tierra suelta.
Una madrugada, sintió que lo llevaban en andas. No eran brazos humanos: eran patas articuladas que se movían al unísono, como un ciempiés de mil segmentos. Al abrir los ojos, vio el techo agrietado de su habitación, pero el olor a tierra húmeda persistía.
La casa se volvió un organismo. Las hormigas coloradas sembraron pulgones en los limoneros de la ventana, y las negras construyeron túneles que seguían el mapa de sus venas. Seba intentó envenenarlas con ácido bórico mezclado con mermelada, pero solo logró que las baldosas se levantaran más, formando una pirámide escalonada en el umbral.
—¿Viste? —le dijo a Clara, mostrándole los zócalos mordisqueados—. Es como si quisieran que entre alguien. O que salga.
Clara dejó caer una madeja de lana azul.
—O que algo ya esté adentro.
El invierno aceleró la locura. Las hormigas se volvieron reactivas, frenéticas. Recorrían las paredes formando espirales perfectos, y por las noches, el sonido de sus mandíbulas royendo el cemento sonaba a himno antiguo. Seba descubrió que todo lo que caía al suelo —monedas, llaves, migas— desaparecía bajo la cama. No había inclinación, ni imanes: era como si el piso decidiera tragar.
Una tarde, armado con una linterna y un destornillador, levantó una baldosa. El hueco estaba lleno de huevos translúcidos, pero también de otras cosas: un anillo de boda oxidado (él era soltero), fotos de niños desconocidos, y una libreta con su letra que decía “No confíes en Clara”.
La última noche, el sueño fue distinto. La reina roja lo guió por un túnel que olía a raíces y memoria. Las paredes estaban tapizadas con los objetos perdidos: el reloj de su padre, la carta de amor que nunca envió, el diente de leche que guardaba en una cajita.
—Somos las archivistas —dijo la reina—. Lo que ustedes olvidan, nosotras lo enterramos. Lo que niegan, lo pulimos.
Al despertar, Seba encontró a Clara en su habitación. No tejía: sostenía un frasco lleno de hormigas muertas.
—Ellas no son el enemigo —susurró—. Son las mensajeras. El verdadero reino está debajo, esperando que dejes de luchar.
Seba miró sus manos. Notó por primera vez que las venas no eran azules, sino negras, y que bajo la piel algo se movía en fila india. Las baldosas ya no estaban levantadas: eran perfectamente lisas, como si alguien las hubiera recompuesto desde abajo.
En el espejo del baño, Clara no se reflejó. En su lugar, una procesión de hormigas rojas y negras formaron una frase: “Bienvenido al subsuelo de los vivos”.
Entonces entendió. La casa nunca fue suya. Él era el umbral, el guardián de un reino que archivaba lo que el mundo olvidaba: objetos, secretos, personas. Clara, muerta hacía décadas en un accidente con pesticidas, era solo otra curadora de lo perdido.
Las hormigas, siempre invencibles, lo guiaron al último túnel. Mientras descendía, oyó a su padre (enterrado en el jardín tras una discusión por un hormiguero) decir:
—Aquí abajo, hasta los fantasmas tienen colonias.
Y supo que, finalmente, había llegado a un lugar donde no necesitaba matar nada.
Solo recordar.
sábado, 5 de abril de 2025
DORADO RETIRO
Andrés había tejido su vejez como una partitura perfecta: retirado en Veamar, frente al mar que lamía las tardes con lengua salobre, se dedicaría a componer sinfonías que nadie escucharía, a pintar acuarelas de dunas que el viento borraría, y a leer a los clásicos en una hamaca que crujía como el esqueleto de un barco fantasma. Los primeros meses fueron una letanía bendita: despertar con el rumor de las olas, caminar hasta el almacén de don Héctor a comprar medialunas tibias, saludar a Dami —el expolicía devenido en filósofo de banco— que repetía como un mantra: "Acá todos son gente rebuena, profe. Hasta los crotelli esos de la esquina, que uno los ve raros pero son pibes de bien, los conozco desde que iban al jardín de infantes".
El perro blanco de la esquina, al que Andrés bautizó Sibelius por su melena de director de orquesta, lo seguía hasta la playa. Allí, entre pescadores que escupían tabaco y madres que gritaban a niños untados en bloqueador, creyó haber encontrado el compás final de su existencia. Hasta que una mañana de enero, mientras desayunaba budín de la señora Mabel —cuya receta escondía un toque de canela y otro de valium, según rumores—, escuchó el primer disparo. No fue un estruendo, sino un pop sordo, como el corcho de un champán envenenado. Sibelius aulló hacia el bosquecito de pinos donde los veraneantes alquilaban caballos. Dami, desde su silla de lona, comentó sin levantar la vista del diario local "La voz de Veamar": "Deben ser los de la secta del centro, esos que venden bolsas de consorcio y curan la gonorrea con jugo de rúcula. Gente rebuena, igual".
La primera fisura en la utopía costera apareció con los duendes. No los seres folklóricos de sonrisa pícara, sino criaturas de nudillos afilados que arañaban las puertas de madera por las noches. La vecina de los budines juró que le habían robado una foto de su difunto marido. "Son los del prado energético", susurró mientras envolvía milanesas, "ahí hacen ritos los turistas, se conectan con las energías... y con otras cosas". Andrés lo atribuyó al exceso de sol hasta que, caminando al anochecer, vio sombras encorvadas bebiendo de una acequia. Sus ojos brillaban como monedas oxidadas.
Luego vino lo de las tumbas violadas. El cementerio de Veamar era un campo de cruces torcidas donde yacían pescadores y algún que otro poeta suicida. Una mañana aparecieron cuatro fosas abiertas, los ataúdes vacíos. "Son satánicos", dijo el remisero expolicía, limpiando su Hyunday con un trapo manchado de grasa, "o los de la secta, que necesitan huesos para sus gualichos. Pero no se preocupe, profe, aquí no pasa nada grave".
El verano se desangraba. Los churreros y vendedores de chipá emigraron, dejando tras de sí basura, frustración y rastros de grasa en la arena. Los cultivos de marihuana que florecían entre los matorrales fueron reemplazados por surcos más profundos: ahora enterraban paquetes herméticos que los perros de los narcos olfateaban desde lejos. Sibelius empezó a cojear, luego a sangrar por las encías. Cuando Andrés lo encontró tieso frente al almacén, don Héctor murmuró: "Habrá sido el glifosato de las máquinas agrícolas de Zapala, ese viejo gorila siempre las lava en la vereda donde hay niños, peronistas y perros".
La segunda fisura tenía nombre: el Rengo. Apareció una tarde de marzo, arrastrando una pierna que parecía tallada en madera podrida. No pasaba de los treinta, pero su piel colgaba como cortina vieja. "Me,me d-d-d-dioó... un A-A-ACV aaa looos veintió-cccho", escupió, apoyado en la reja de Andrés, "Mannndánga y te-te...trabrick. Ahora vendo Cris...cristomicina, ¿qui-quiere? Cuuu...ra dessdeeeeee eeeel sida.... haaasta.... haaaasta la mala su-suuerte en el truco". Cuando hablaba mostraba restos radiculares y férulas podridas .
Fue el Rengo quien le contó sobre las cámaras. "¿No las vistee, prooo...fe? Ahí, los postes de luz, pa...parecen ojos de pescado muerto. Laas...las pusieron pa' viiigilar aaaa los paque...paqueros. Ooo los de la secta, que son peores. Ayer desenterraron a los melli...mellizos Martona, loos mató la policía cerca deee. De la. De la plaza. Y al pibe del velódro.. velódromo que la madre lo mató a gol...a golpes, y al padre del pibe desss... desssspués, pero fij-fíjese que la tum...ba está vacía...".
Una noche de viento sur, Andrés descubrió el almacén de don Héctor abierto a las 3 AM. Luces rojas titilaban entre sacos de harina. Grabó un video con manos temblorosas: eran bolsas blancas apiladas como ladrillos de un muro maldito. Al día siguiente, Dami lo interceptó fumando en la playa: "Ojo con quien se para a hablar, sabe, acá no solo hay que ser sino también parecer. Acá hay que llevarse bien con todos, ¿sabe? No meterse con nadie ni tomar partido. Por su bien, ¿eh? Gente rebuena al fin". Su sonrisa mostraba una encía sangrante.
El punto de quiebre llegó con las Chicas. Las hermanas de la casa rosada —Rubias, y por la cincuentena tejían manteles para turistas— Repentinamente recibieron visitas nocturnas. Camionetas negras estacionaban frente a su vereda; de ellas bajaban hombres con overoles de mecánico pero botas limpias. Andrés escuchó llantos agudos, como de gatas en celo. Cuando confrontó a la mayor, ella cerró la puerta dejando un hilo de voz: "Es el centro de contención, Andrés. Están ayudando a los chicos de la villa...". Esa madrugada, encontró una muñeca de trapo colgada de su parral. Le faltaban los ojos.
En abril, el Rengo apareció flotando en la acequia del prado energético. Oficialmente, un accidente. Pero Andrés había visto las marcas en su cuello —no de manos humanas, sino de algo con garras delgadas—. En el velorio, el líder de la secta repartió volantes: "La Cristomicina limpia hasta las manchas del alma. Sólo $17.500 el frasco". Dami, de riguroso negro, susurró: "Pobre diablo, se le habrá subido el moco otra vez. Gente rebuena, igual".
La última gota fue la música. Andrés comenzó a grabar sonidos nocturnos para una instalación artística: vientos que silbaban nombres en guaraní, pasos sobre el techo de chapa, gemidos que venían del cementerio. Una madrugada, enchufó los audífonos y escuchó claramente la voz del Rengo: "Profe, ¿sabe p-p-por qué va-vaciaron las... tumbas? Necesitan hué...huesos nuevos. Los vi-viejos ya están toodos quebraaados...". Al desconectar los cables, el olor a podrido lo golpeó como un puño.
Cuando los sectarios llegaron —tres hombres con barba de profeta y trajes baratos—, Andrés estaba sentado al piano, recreando un blues de tres tonos. "Venimos por las grabaciones",*dijeron. Él tocó los 8 primeros compases de la Invención a dos voces número 2 en do menor de J.S.Bach. El disparo sonó como cuando se retira violentamente el pickup de la superficie de un un LP.
Al día siguiente, Veamar amaneció con carteles de "Se alquila" en la casa del profesor. En el almacén, don Héctor comentó mientras servía café: "Se habrá vuelto loco el pobre, solo y todo. Gente rebuena, pero la soledad es hija de puta". Esa tarde, un turista alemán fotografió el famoso prado energético: en la imagen, entre los duendes de yeso para visitantes, se veía una figura desdibujada tocando un piano invisible. El aviso en AIRBNB describía"Paradisíaco lugar, aunque los pájaros noctámbulos son un poco escandalosos".
En el depósito de la comisaría, una caja marcada "Caso Andrés Mirá" contenía un USB con 7 horas de audio. El oficial a cargo escuchó 3 minutos antes de apagar abruptamente. "Está todo borrado", mintió en el informe. Pero esa noche, al pasar frente a la casa abandonada, juró haber escuchado un vals entre los pinos. Y llantos. Y risas.
jueves, 3 de abril de 2025
El Acto de los Alfajores Apócrifos
El benjamín de los Lombardo-Mercado, Facundo, sostenía la bandera con la solemnidad de un caballo de palo en medio de un huracán. La Escuela Nacional Juan Domingo Perón olía a crayón derretido y a empanadas de vigilia —las monjas las habían rellenado con atún y pasas de uva «para fomentar el sacrificio patrio». En la tercera fila del patio, la familia se desplegaba como un muestrario de guerras civiles argentinas: el tío Héctor, gorila recalcitrante, llevaba una boina con el escudo de Aramburu bordado en hilo dorado; la tía Marta, del PC, ondeaba un pañuelo rojo con la hoz y el martillo convertidos en un emoji de corazón; los primos hippies repartían caramelos de THC disfrazados de Mentholyptus; y la abuela Nélida, sorda como una tapia, tarareaba *Aurora* en ritmo de cumbia villera.
—¡Ese chico carga el futuro de la Nación! —rugió el tío Héctor, señalando a Facundo, quien en ese momento usaba la bandera para rascarse la espalda.
—El futuro es una construcción colectiva, no un fetiche de tela —replicó la tía Marta, ajustando su pañuelo como si fuera a estrangular un símbolo patriarcal.
A continuación el coro, padres y docentes destrozaron el Himno Nacional mientras la abuela Nélida, ahora sincronizada por error con el himno de Uruguay, gritaba: "Orientales, la Patria o la Tumba". Los padres comunistas se cuadraron, los gorilas se santiguaron, y los hippies aprovecharon para masticar hongos psicoactivos.
En el escenario, la profesora de Música, la señorita Ofelia, atacaba el piano con la furia de quien intenta exorcizar a Chopin. Había arreglado una versión de la Marcha de San Lorenzo para flauta dulce y bombo legüero, pero los alumnos, en rebelión pasiva, silbaban "Balderrama". La abuela Nélida, creyendo reconocer la melodía, se puso de pie y entonó "La descamisada" soñando con hacer un Luna Park cuando cumpliera 100 años, como Nelly Omar.
El Supervisor Escolar, un hombre con bigote de galaxia en retroceso, tomó el micrófono. Su discurso comenzó como un homenaje a Perón y terminó en una disertación sobre «la pedagogía del ñandú como modelo de resistencia latinoamericana».
—¡El ñandú no vuela, pero corre hacia horizontes de justicia social! —vociferó, sudando litio—. ¡Y así debemos nosotros, educadores, correr hacia la descolonización de las tablas de multiplicar!
Los primos hippies aprovecharon para repartir más caramelos. Uno cayó en la boca del tío Héctor, quien, tras masticarlo, abrazó a un árbol del patio y confesó haber votado en blanco en el ’55. La tía Marta, llorando, le ofreció un pañuelo rojo para limpiar sus «lágrimas de burgués arrepentido».
Facundo, aburrido de sostener la bandera, intentó usarla como lanza para derribar un nido de horneros. La directora intervino con un silbato y lo extorsionó amenazándolo con dejarlo sin recreos por el resto de su escolaridad.
El chocolate con leche sirvió como armisticio: espumoso y quemado, en tazas con restos de té mate cocido. Los alfajores, supuestamente «de merengue», tenían un baño que más bien parecía yeso escolar, y el dulce de leche estaba adulterado con mermelada de zapallo.
—Esto es una metáfora del país —sentenció el tío Héctor, escupiendo un trozo de oblea.
—No, es solo un alfajor mal hecho —corrigió la tía Marta, limpiándose los dedos en su pañuelo rojo.
Facundo, olvidado ya de su hazaña con la bandera, jugaba a enterrar un alfajor en el jardín. «Para que crezca un árbol de golosinas», explicó, mientras los primos hippies cavaban con cucharas de plástico.
La abuela Nélida, ahora tarareando *Canción con todos*, se durmió en un banco, soñando que Evita le servía mate con medialunas de verdad.
Y así, entre himnos desleídos y merengues de cartón piedra, la familia Lombardo-Mercado logró lo imposible: un final sin espejos, sin asteriscos, y con todas las letras —mal escritas, pero legibles— de la palabra
**Fin**.
El Paseo de los Descalzos en la Villa Veintiuno
La familia Ortiz-Malaspina decidió recorrer el centro comercial a cielo abierto de Villa 21 un domingo de calor húmedo, cuando el asfalto brillaba como la piel de un pez recién desescamado. La excusa fue comprar medias para el abuelo Román, quien insistía en que los hongos de sus pies eran "mensajes en código morse del subsuelo porteño". Pero en realidad, todos sabían que era una ceremonia para exorcizar el fantasma de aquel verano del 86’, cuando el apéndice de la madre, Susana, casi la convierte en estatua de cera en una morgue de Lanús.
—Mirá, ahí venden riñones —señaló el padre, Horacio, frente a un puesto de electrodomésticos oxidados. No eran riñones, sino ventiladores de los años 70 con hélices torcidas, pero él siempre confundía las palabras desde que le extirparon la vesícula "por error" durante una cirugía de hemorroides. Susana lo corrigió con un suspiro mientras ajustaba el pañuelo que le cubría la cicatriz abdominal, una sonrisa violácea que, según ella, "atraía miradas indebidas de los médicos residentes".
La hermana menor, Juana, caminaba descalza, convencida de que el cemento le transmitía secretos a través de las verrugas. Detrás de ella, el hermano mayor, Tomás, arrastraba una muñeca rota atada con un hilo de pescar —su "amuleto contra la disfonía"—, mientras tarareaba *La Traviata* en honor al tío Raúl, quien perdió la voz intentando cantar ópera durante una colonoscopía.
El mercado era un laberinto de contradicciones: puestos de anticuchos junto a vendedores de termómetros sin mercurio, pirañas disecadas colgando sobre pilas de ropa interior usada, y un hombre que pregonaba "¡Algas curativas para el alma!" mientras vendía bolsas de espinaca podrida. Juana se detuvo frente a un niño que ofrecía pulseras de hilo dental.
—¿Son de los rusos? —preguntó, recordando la teoría de su abuelo sobre la KGB infiltrada en los puestos de choripán. El niño le guiñó un ojo y le entregó una pulsera gratis: "Para la nena que escucha a las piedras".
Horacio, entretanto, discutía con un vendedor de televisores que emitían solo estática.
—Este canal tiene un documental sobre mi operación del 86’ —afirmó, señalando la pantalla nevada—. Ahí, ¿no ves? Esa sombra soy yo sudando en la camilla mientras el médico cantaba *Yesterday* para calmarme.
Susana lo arrastró hacia un puesto de medias, donde eligió un par con estampado de flores que, según ella, "neutralizarían los hongos morse". Tomás, por su parte, tropezó con una pila de vinilos de Sandro cubiertos de moscas muertas. El vendedor, un hombre con un sombrero tirolés, le susurró:
—Son las últimas grabaciones de Pinchevski. Si los escuchás al revés, oís cómo te maldice la familia.
Al caer la tarde, la familia se reunió frente a una carpa verde donde un anciano vendía "sopa de algas mágicas" en latas de cerveza recicladas. Juana insistió en comprar una, aunque el líquido olía a bronceador y lágrimas. Mientras la probaban, Horacio recordó que, en el 86’, las enfermeras le habían leído el horóscopo durante su fiebre de 42 grados: "Cáncer ascendente en Urano: evite los líquidos y los amores filiales".
—¿Saben por qué nunca nos separamos? —dijo Susana de pronto, observando cómo Tomás intentaba afinar la muñeca rota como si fuera un violín—. Porque somos como esas algas: nadie nos quiere, pero brillamos en la oscuridad.
Al regresar, cargados de medias inútiles y latas vacías, pasaron frente a la carpa del hombre del sombrero tirolés. Ahora vendía anteojos sin lentes.
—Para ver el mundo como es: borroso y sin correcciones —anunció.
Juana se puso un par y juró ver a Pinchevski cruzando la calle, perseguido por una bicicleta fantasma. Los demás rieron, pero esa noche, al revisar las medias, encontraron semillas fosforescentes adheridas a las costuras. Horacio las plantó en una maceta rota, Susana las roció con vinagre, y Tomás les cantó un bolero.
A la mañana siguiente, habían crecido algas en forma de notas musicales.
—Es el himno de los disfuncionales —declaró Juana, descalza sobre el balcón, mientras la familia silbaba una melodía que solo ellos entendían.
Y así, entre termómetros rotos y teorías fallidas, los Ortiz-Malaspina siguieron su rumbo: imperfectos, brillantes, y levemente ajenos a toda lógica que no fuera la suya propia.
domingo, 26 de enero de 2025
LA CARPA DE LOS SUSURROS VERDES
Mamá decía que las algas eran castigo por haber comprado la carpa en liquidación, que la sal del mar curaba el reuma pero podrida era veneno, que los niños descalzos se resfrían aunque haga calor, que las medusas son lágrimas de sirena y que el gobierno metía químicos en el agua para vender más sombrillas. Papá aseguraba que todo era culpa de los ecologistas, que las algas eran un invento de los rusos para boicotear el turismo, que el único mar verdadero era el de su infancia en Mar del Plata, y que si uno silbaba el himno nacional, la marea bajaba. Mi hermana Juana juraba que las algas eran cabellos de ahogados y que si las tocabas, te salían verrugas en el alma. Yo solo pensaba en que llevábamos tres días atrapados en esa carpa rayada, oliendo a bronceador rancio y a sardinas en lata, viendo cómo la playa se convertía en un tapiz viscoso que nos separaba del agua como un muro verde.
La primera noche, después de que el guardavidas gritara ¡Prohibido bañarse!, papá armó la carpa con furia de náufrago, clavando estacas como si fueran dagas. Mamá colgó el rosario de plástico en la entrada —por si las algas tenían alma de demonio— y Juana dibujó en la arena un círculo con sal, "para que no se acerquen los espíritus marinos". Yo conté los paquetes de galletitas: doce. Doce días de exilio, calculé.
Al amanecer, las algas habían crecido. Ya no eran manchas aisladas, sino una alfombra espesa que trepaba por las piedras y se enredaba en las sombrillas abandonadas. Papá, con su sombrero de pescador, salió a «negociar» con el mar, blandiendo un cuchillo de manteca. Volvió con los pantalones mojados hasta la rodilla y una medusa seca en la mano: "Es una señal, nos quieren decir algo". Juana la puso en un frasco y le susurró versos de Bécquer. Mamá, entre tanto, frotaba vinagre en nuestras pantorrillas "para evitar hongos cósmicos".
El segundo día, la carpa empezó a oler a encierro y a secretos. Juana inventó un juego: adivinar qué criatura habitaba en cada alga. "Esa es una sirena en descomposición", señalaba. "Aquella, un pulpo que olvidó ser inteligente". Papá, por su parte, descubrió que si aplastabas las algas con una botella, salía un jugo amarillo que, según él, "servía para curar la calvicie". Mamá lo probó en sus geranios.
Para el cuarto día, ya no distinguíamos la línea entre el mar y el cielo. Todo era verde y sal y susurros. Juana soñó que las algas le crecían en las venas. Papá escribió una carta al intendente con tinta de calamar ficticia. Yo me preguntaba si el mundo exterior seguía existiendo. Mamá, en un arranque místico, mezcló arena con protector solar y creó un ungüento "contra la mala suerte". Lo untamos en las cejas, por si acaso.
La noche del séptimo día, las algas empezaron a brillar. Un fulgor fosforescente que convertía la playa en un escenario de teatro maldito. Juana dijo que eran luciérnagas marinas. Papá juró que era uranio. Mamá rezó el rosario en reversa. Yo salí de la carpa, descalzo, y sentí cómo las algas se enroscaban en mis tobillos como raíces hambrientas. Cuando volví, traía adheridas a la piel miles de semillas diminutas que brillaban en la oscuridad. "Te volviste uno de ellos", susurró Juana. Mamá me frotó con vinagre y sal gruesa, pero las semillas ya habían germinado.
Hoy, la carpa es un invernadero de sombras verdes. Las algas crecen en las paredes de nylon, y papá las riega con agua de mar "para que no se enojen". Juana les canta boleros, convencida de que son almas en pena. Mamá inventó una sopa de algas "con propiedades mágicas" que sabe a sal y a resignación. Yo, mientras tanto, escribo este relato en una hoja seca, usando tinta de medusa. Dicen que si miras fijo al mar al atardecer, puedes ver nuestra carpa: una mancha verde que ondea como bandera de un reino que nadie quiso habitar. O tal vez solo somos otra leyenda que las olas se tragarán, junto a las sombrillas rotas y los restos de bronceador.