A)
El Conservatorio de Música Santa Cecilia era un edificio que respiraba por las grietas de sus paredes barrocas. El profesor Aníbal Rojas, con sus dedos manchados de tiza y resina, llevaba treinta años enseñando a «dominar la guitarra como Dios manda», según rezaba el estatuto fundacional de 1891. Pero aquel otoño, algo se quebró: llegó Sofía, la alumna zurda.
El director, Don Hilario —hombre que usaba corbatín aunque hiciera cuarenta grados—, le advirtió: «Aquí no invertimos cuerdas. La guitarra es diestra como el Espíritu Santo. Lo contrario es herejía acústica». Sofía intentó tocar con las manos cruzadas, pero las notas sonaban a «llanto de gato en un callejón mojado», según el crítico musical del diario La Razón, que casualmente era primo de Don Hilario.
Aníbal, obsesionado, comenzó a darle clases en espejo. Colgó un viejo marco dorado de la sala de recitales —el mismo donde alguna vez posó Manuel de Falla— y se situó frente a él, imitando cada movimiento de Sofía como un doble invertido. Pronto descubrió que el reflejo alteraba las partituras: los fortissimo se volvían susurros, los silencios estallaban en disonancias. «Está usted tocando el vacío», le dijo Sofía una tarde, señalando cómo las cuerdas de su guitarra vibraban sin sonido.
Los problemas comenzaron cuando otros zurdos llegaron al conservatorio: el hijo del panadero, una monja expulsada del convento por «hacer cruces al revés», y un japonés que decía comunicarse con el espíritu de Django Reinhardt. Aníbal instaló más espejos —rotos, convexos, empañados— hasta que el aula se convirtió en un laberinto de reflejos donde los alumnos tocaban fugas de Bach en canon inverso. Don Hilario los sorprendió una noche: «¡Están invocando a Satán en modo lidio!», gritó, rompiendo un espejo con su bastón de ébano.
La solución final de Aníbal fue radical: reemplazó las cuerdas por hilos de seda trenzados con cabellos de Sarasate —robados del museo del conservatorio— y afinó las guitarras según «la escala de los ángeles caídos», un sistema que solo funcionaba si se tocaba con los ojos cerrados y el corazón en contratiempo. Los zurdos, ahora, producían melodías que hacían florecer hiedras en los mástiles y convertían las uñas en púas de cristal.
Todo terminó el día que Don Hilario entró al aula y encontró a Aníbal tocando Recuerdos de la Alhambra con seis brazos —tres reales, tres reflejados— mientras los espejos multiplicaban a los alumnos en un coro fractal de notas verdes. «Esto ya no es música, es brujería en sostenido menor», farfulló, firmando el despido con tinta roja.
Ahora, Aníbal da clases en un sótano cerca del puerto, donde los espejos son ventanas a un mar de tritones desafinados. Sofía toca en bares clandestinos; dicen que quien la escucha puede ver su doble diestro llorando en algún reflejo perdido. Y en el Conservatorio, aún prohiben mencionar su nombre, aunque las guitarras, por las noches, giran solas hacia el este, como girasoles buscando una luz invertida.
B)
El Conservatorio Municipal de Música «Santa Cecilia de los Zurdos Olvidados» tenía una regla escrita en mármol —literalmente— en el vestíbulo: «La guitarra es diestra como el himno nacional. Lo contrario es subversión acústica». El profesor Aníbal Rojas, hombre de manos callosas y pelo teñido con tiza para parecer canoso, llevaba veinte años enseñando escalas a alumnos que sostenían el mástil «como Dios manda». Hasta que llegó Sofía, la niña que tocaba al revés.
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### *I. El conflicto (o cómo silbar en modo lidio)*
El director, Don Hilario —que usaba bastón no por cojera sino para señalar infractores—, advirtió: «Si le da clases, tendrá que usar el Aula Espejo. Y el Aula Espejo está ocupada por los ratones». El Aula Espejo era un cuarto con paredes de mercurio donde, según el reglamento, «los zurdos deben ver su reflejo diestro para corregir la herejía motriz». Aníbal intentó enseñar a Sofía volviéndose de espaldas, pero las notas sonaban a «llanto de gato en una catedral», según el crítico del diario La Razón, que era primo de Don Hilario.
La solución llegó en forma de decreto municipal: «Todo alumno zurdo deberá traer un diestro que toque en espejo, como garantía de ortodoxia sonora». Sofía apareció con su hermano mellizo, Tomás, que odiaba la música pero amaba los sándwiches de mortadela. Cada vez que Sofía tocaba un fa sostenido, Tomás mordía su bocadillo en simultáneo, creando una disonancia que hacía temblar los retratos de Sarasate colgados en el pasillo.
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### *II. La trama (o el día que las cuerdas se declararon en huelga)*
El conflicto escaló cuando Aníbal descubrió que las cuerdas de las guitarras zurdas se destensaban cada noche. Don Hilario lo acusó de «sabotaje lidio» y decretó: «Según el artículo 12 del reglamento, toda cuerda rebelde será reemplazada por alambre de gallinero». Las clases se volvieron un concierto de chirridos metálicos que atraían buitres a las ventanas.
La crisis llegó al clímax durante el recital de fin de curso. Sofía, obligada a tocar el «Himno a la Alegría» en modo lidio invertido, rasgó las cuerdas de su guitarra. El sonido fue tan estridente que los espejos del aula estallaron, liberando a los ratones que llevaban décadas masticando partituras de Bach. Don Hilario, en un arranque de lucidez burocrática, declaró: «Según el artículo 15, todo daño acústico causado por zurdos será reparado con silbatos de reglamento».
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### *III. La resolución (o por qué los geranios prefieren el modo frigio)*
Aníbal renunció. Ahora da clases en el sótano del Café «La Zurda Irredenta», donde los espejos son ventanas tapiadas y las guitarras se afinan con llaves inglesas. Sofía toca boleros en la plaza, acompañada por Tomás, que mastica pan con manteca en fortissimo. Don Hilario, por su parte, sigue gobernando el conservatorio, aunque se rumorea que las cuerdas de gallinero han empezado a crecer como enredaderas, estrangulando los retratos de Sarasate.
*Epílogo*
Dicen que si soplas dentro de un silbato de reglamento al atardecer, puedes oír el eco de Sofía tocando en modo lidio. Pero cuidado: según el artículo 23, todo silbido después de las 18:00 horas será multado por «alteración del orden acústico».
C)
### *I. El decreto de las cuerdas rectas*
El Conservatorio de Música de Buenos Aires tenía una norma escrita con tinta de calamara en el artículo 7 bis de su reglamento: «Toda guitarra zurda será confiscada y quemada en la hoguera de las disonancias». El profesor Aníbal Rojas, hombre de dedos torcidos por enseñar escalas durante treinta años en aulas que olían a resina y polilla, lo había aceptado. Hasta que llegó Serafina, la alumna que sostenía el mástil al revés, como si la guitarra fuera un espejo roto.
Don Hilario, director del conservatorio y devoto de Sarasate —cuyo retrato sangraba óleo los viernes santos—, amenazó: «Si le enseñas, tendremos que aplicar el protocolo de inversión acústica». El protocolo consistía en encerrar al alumno en el Aula de los Espejos Opacos, donde un gramófono emitía el Capricho Español en reversa hasta que el zurdo jurara tocar «como Dios y la patria mandan».
Pero Serafina silbó una chacarera invertida. Los espejos se quebraron, liberando ratas que mordisquearon las partituras de Falla.
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### *II. Los aliados de la disonancia*
Aníbal, con miedo burocrático de perder su pensión, decidió dar clases clandestinas en el sótano del Café El Ubik —lugar donde los parroquianos creían estar en 1969, 2077 o en un sueño de Philip K. Dick simultáneamente—. Allí se unieron:
1. *El Hombrecito del Azulejo*, que salió de una baldosa de la Avenida de Mayo tocando una vihuela con cuerdas de telaraña.
2. *Madame Lamort*, cuyo nombre robó de un poema en un cuaderno abandonado, y cuyos arpegios hacían sangrar los oídos de los oyentes.
3. *Qfwfq*, un anciano que aseguraba ser un personaje de Calvino perdido en una realidad equivocada, y que afinaba su guitarra con un diapasón que vibraba solo al pasar el tren.
Juntos, ensayaban la Sinfonía de las Realidades Podridas: una pieza que, según Qfwfq, «descosía el tiempo como un traje mal hecho».
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### *III. La conspiración de los diapasones*
Don Hilario, convertido en Ministro de Armonía tras un golpe de estado liderado por músicos retirados, decretó que «toda nota menor de fa sostenido será multada con aislamiento acústico». Sus Ecónomos, hombres con audífonos de cera, recorrían la ciudad insertando tapones de plomo en los oídos de los niños que tarareaban canciones subversivas.
El sótano del Café El Ubik fue descubierto cuando Madame Lamort tocó un fortissimo que hizo estallar las tazas de café. Don Hilario apareció con un silbato de plata —el mismo que Balbuena intentó devolver en otra historia— y gritó: «¡Por el artículo 12, serán exiliados al Congreso de Futurología!».
El Congreso era un hangar abandonado donde clones de Richard Nixon en estado de descomposición debatían cómo prohibir el futuro. Aníbal y sus alumnos fueron obligados a tocar La Cumparsita en modo lidio invertido mientras los Nixon tomaban notas con dedos de cera derretida.
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### *IV. El concierto que perforó el ubik*
Serafina, en un acto de rebeldía inspirado por las lecturas clandestinas de Radio Libre Albemuth, rasgó las cuerdas de su guitarra usando una púa hecha con un fragmento del Hombrecito del Azulejo. El sonido fue un glissando tan agudo que:
- Los Nixon se desintegraron en charcos de paranoia líquida.
- Don Hilario quedó atrapado dentro de su propio silbato, gobernando un microinfierno donde los himnos se repiten en bucle.
- El Café El Ubik se convirtió en un satélite que orbitaba la Tierra, transmitiendo música zurda a los sobrevivientes.
### *V. Epílogo*
Ahora Aníbal vende paquetes de cuerdas en una ferretería cerca del puerto. Serafina toca en plazas, acompañada por Qfwfq —que insiste en ser un error de imprenta de Las Cosmicómicas—. Y si soplas dentro del silbato de Don Hilario, aún puedes oír su voz gritando «¡Artículo 15! ¡Artículo 15!», mientras las ratas del conservatorio mastican las últimas partituras de Sarasate.