Q)
En el barrio donde las calles se retuercen como cintas de máquina de escribir vieja, pasaba todos los martes el *Colectivo 77*, pintado de dorado opaco y con ventanas que reflejaban solo lo que nadie quería ver. Dentro, un hombre con uniforme de almidón repartía medallas del tamaño de monedas oxidadas a los pasajeros. Las otorgaba por méritos como *"Respirar sin hacer preguntas"* o *"Preferir el azul al verde en días de lluvia ácida"*. Los beneficiados las lucían en las solapas, brillos falsos que se apagaban al cruzar la avenida de los eucaliptos suicidas.
La mujer del kiosco de chicles y panes duros —la que nunca subía al 77— observaba el ritual desde su puesto, entre pilas de revistas con titulares como *"¡Descubra si su tristeza tiene marca registrada!"*. Cada semana, el hombre del colectivo le ofrecía una condecoración por *"Vender nostalgias a precio de feria"*, pero ella la rechazaba con un gesto que también servía para espantar moscas. En su lugar, colgaba del techo una estampa de La Difunta Correa, rodeada de caramelos de miel que nadie compraba.
Un día, llegó al kiosco un muchacho con olor a tierra recién abierta y zapatos llenos de semillas desconocidas. Quería un mapa de las rutas del 77, pero los que vendía la mujer estaban dibujados en servilletas usadas y mostraban caminos que terminaban en charcos de luz estancada.
—¿Para qué lo quiere? —preguntó ella, mientras limpiaba un frasco de mostaza que contenía, según la etiqueta, *"Esencia de Amaneceres Fallidos"*.
—Para encontrar a la piba que rajaba la tierra —respondió él, mostrando una medalla rota con la inscripción *"Por amar sin permiso"*.
La mujer señaló hacia el oeste, donde el sol se hundía en un pozón de agua podrida y latas de cerveza.
—Ahí no llega el 77. Los que buscan lo que no existe caminan solos.
El muchacho partió, pisando baldosas que crujían como huesos viejos. Por el camino, encontró perros con collares de medallas oxidadas —*"Por ladrar en clave morse"*, *"Por orinar en postas de luz"*— y casas cuyas puertas estaban selladas con cintas de premios acumulados. En una esquina, un anciano vendía humo de trenes fantasma en frascos etiquetados como *"Aire de la Patria Perdida"*.
Cuando llegó al límite del barrio, donde el asfalto se convertía en surcos de tierra seca, vio una tapera con cortinas hechas de bolsas de arpillera. Adentro, una mesa vacía y un plato con un tomate partido al medio, rociado con sal fina y ausencia. En la pared, una foto borrosa de una mujer con ojos de tormenta y manos llenas de raíces.
El colectivo 77 pasó de largo, su conductor demasiado ocupado repartiendo premios por *"No mirar atrás"*. El muchacho dejó su medalla rota en el plato y se fue, sembrando semillas que nadie sabría nombrar.
Al día siguiente, la mujer del kiosco encontró una planta brotando entre las grietas del cemento. Tenía flores color de óxido y hojas que susurraban *"La única condecoración es no doblarse"*. Mientras, el Colectivo 77 seguía su ruta, repartiendo oropeles a los que creían que el brillo podía llenar el hueco de un nombre que ninguna calle llevaría jamás.
Dicen que si escuchas el viento al pasar por la tapera, aún puedes oler a tomate y sal fina, mezclados con el polvo de lo que nunca se premió.*
No hay comentarios:
Publicar un comentario