La familia Ortiz-Malaspina decidió recorrer el centro comercial a cielo abierto de Villa 21 un domingo de calor húmedo, cuando el asfalto brillaba como la piel de un pez recién desescamado. La excusa fue comprar medias para el abuelo Román, quien insistía en que los hongos de sus pies eran "mensajes en código morse del subsuelo porteño". Pero en realidad, todos sabían que era una ceremonia para exorcizar el fantasma de aquel verano del 86’, cuando el apéndice de la madre, Susana, casi la convierte en estatua de cera en una morgue de Lanús.
—Mirá, ahí venden riñones —señaló el padre, Horacio, frente a un puesto de electrodomésticos oxidados. No eran riñones, sino ventiladores de los años 70 con hélices torcidas, pero él siempre confundía las palabras desde que le extirparon la vesícula "por error" durante una cirugía de hemorroides. Susana lo corrigió con un suspiro mientras ajustaba el pañuelo que le cubría la cicatriz abdominal, una sonrisa violácea que, según ella, "atraía miradas indebidas de los médicos residentes".
La hermana menor, Juana, caminaba descalza, convencida de que el cemento le transmitía secretos a través de las verrugas. Detrás de ella, el hermano mayor, Tomás, arrastraba una muñeca rota atada con un hilo de pescar —su "amuleto contra la disfonía"—, mientras tarareaba *La Traviata* en honor al tío Raúl, quien perdió la voz intentando cantar ópera durante una colonoscopía.
El mercado era un laberinto de contradicciones: puestos de anticuchos junto a vendedores de termómetros sin mercurio, pirañas disecadas colgando sobre pilas de ropa interior usada, y un hombre que pregonaba "¡Algas curativas para el alma!" mientras vendía bolsas de espinaca podrida. Juana se detuvo frente a un niño que ofrecía pulseras de hilo dental.
—¿Son de los rusos? —preguntó, recordando la teoría de su abuelo sobre la KGB infiltrada en los puestos de choripán. El niño le guiñó un ojo y le entregó una pulsera gratis: "Para la nena que escucha a las piedras".
Horacio, entretanto, discutía con un vendedor de televisores que emitían solo estática.
—Este canal tiene un documental sobre mi operación del 86’ —afirmó, señalando la pantalla nevada—. Ahí, ¿no ves? Esa sombra soy yo sudando en la camilla mientras el médico cantaba *Yesterday* para calmarme.
Susana lo arrastró hacia un puesto de medias, donde eligió un par con estampado de flores que, según ella, "neutralizarían los hongos morse". Tomás, por su parte, tropezó con una pila de vinilos de Sandro cubiertos de moscas muertas. El vendedor, un hombre con un sombrero tirolés, le susurró:
—Son las últimas grabaciones de Pinchevski. Si los escuchás al revés, oís cómo te maldice la familia.
Al caer la tarde, la familia se reunió frente a una carpa verde donde un anciano vendía "sopa de algas mágicas" en latas de cerveza recicladas. Juana insistió en comprar una, aunque el líquido olía a bronceador y lágrimas. Mientras la probaban, Horacio recordó que, en el 86’, las enfermeras le habían leído el horóscopo durante su fiebre de 42 grados: "Cáncer ascendente en Urano: evite los líquidos y los amores filiales".
—¿Saben por qué nunca nos separamos? —dijo Susana de pronto, observando cómo Tomás intentaba afinar la muñeca rota como si fuera un violín—. Porque somos como esas algas: nadie nos quiere, pero brillamos en la oscuridad.
Al regresar, cargados de medias inútiles y latas vacías, pasaron frente a la carpa del hombre del sombrero tirolés. Ahora vendía anteojos sin lentes.
—Para ver el mundo como es: borroso y sin correcciones —anunció.
Juana se puso un par y juró ver a Pinchevski cruzando la calle, perseguido por una bicicleta fantasma. Los demás rieron, pero esa noche, al revisar las medias, encontraron semillas fosforescentes adheridas a las costuras. Horacio las plantó en una maceta rota, Susana las roció con vinagre, y Tomás les cantó un bolero.
A la mañana siguiente, habían crecido algas en forma de notas musicales.
—Es el himno de los disfuncionales —declaró Juana, descalza sobre el balcón, mientras la familia silbaba una melodía que solo ellos entendían.
Y así, entre termómetros rotos y teorías fallidas, los Ortiz-Malaspina siguieron su rumbo: imperfectos, brillantes, y levemente ajenos a toda lógica que no fuera la suya propia.
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