domingo, 26 de enero de 2025

LA CARPA DE LOS SUSURROS VERDES


Mamá decía que las algas eran castigo por haber comprado la carpa en liquidación, que la sal del mar curaba el reuma pero podrida era veneno, que los niños descalzos se resfrían aunque haga calor, que las medusas son lágrimas de sirena y que el gobierno metía químicos en el agua para vender más sombrillas. Papá aseguraba que todo era culpa de los ecologistas, que las algas eran un invento de los rusos para boicotear el turismo, que el único mar verdadero era el de su infancia en Mar del Plata, y que si uno silbaba el himno nacional, la marea bajaba. Mi hermana Juana juraba que las algas eran cabellos de ahogados y que si las tocabas, te salían verrugas en el alma. Yo solo pensaba en que llevábamos tres días atrapados en esa carpa rayada, oliendo a bronceador rancio y a sardinas en lata, viendo cómo la playa se convertía en un tapiz viscoso que nos separaba del agua como un muro verde.  
La primera noche, después de que el guardavidas gritara ¡Prohibido bañarse!, papá armó la carpa con furia de náufrago, clavando estacas como si fueran dagas. Mamá colgó el rosario de plástico en la entrada —por si las algas tenían alma de demonio— y Juana dibujó en la arena un círculo con sal, "para que no se acerquen los espíritus marinos". Yo conté los paquetes de galletitas: doce. Doce días de exilio, calculé.  
Al amanecer, las algas habían crecido. Ya no eran manchas aisladas, sino una alfombra espesa que trepaba por las piedras y se enredaba en las sombrillas abandonadas. Papá, con su sombrero de pescador, salió a «negociar» con el mar, blandiendo un cuchillo de manteca. Volvió con los pantalones mojados hasta la rodilla y una medusa seca en la mano: "Es una señal, nos quieren decir algo". Juana la puso en un frasco y le susurró versos de Bécquer. Mamá, entre tanto, frotaba vinagre en nuestras pantorrillas "para evitar hongos cósmicos".  
El segundo día, la carpa empezó a oler a encierro y a secretos. Juana inventó un juego: adivinar qué criatura habitaba en cada alga. "Esa es una sirena en descomposición", señalaba. "Aquella, un pulpo que olvidó ser inteligente". Papá, por su parte, descubrió que si aplastabas las algas con una botella, salía un jugo amarillo que, según él, "servía para curar la calvicie". Mamá lo probó en sus geranios.  
Para el cuarto día, ya no distinguíamos la línea entre el mar y el cielo. Todo era verde y sal y susurros. Juana soñó que las algas le crecían en las venas. Papá escribió una carta al intendente con tinta de calamar ficticia. Yo me preguntaba si el mundo exterior seguía existiendo. Mamá, en un arranque místico, mezcló arena con protector solar y creó un ungüento "contra la mala suerte". Lo untamos en las cejas, por si acaso.  
La noche del séptimo día, las algas empezaron a brillar. Un fulgor fosforescente que convertía la playa en un escenario de teatro maldito. Juana dijo que eran luciérnagas marinas. Papá juró que era uranio. Mamá rezó el rosario en reversa. Yo salí de la carpa, descalzo, y sentí cómo las algas se enroscaban en mis tobillos como raíces hambrientas. Cuando volví, traía adheridas a la piel miles de semillas diminutas que brillaban en la oscuridad. "Te volviste uno de ellos", susurró Juana. Mamá me frotó con vinagre y sal gruesa, pero las semillas ya habían germinado.  
Hoy, la carpa es un invernadero de sombras verdes. Las algas crecen en las paredes de nylon, y papá las riega con agua de mar "para que no se enojen". Juana les canta boleros, convencida de que son almas en pena. Mamá inventó una sopa de algas "con propiedades mágicas" que sabe a sal y a resignación. Yo, mientras tanto, escribo este relato en una hoja seca, usando tinta de medusa. Dicen que si miras fijo al mar al atardecer, puedes ver nuestra carpa: una mancha verde que ondea como bandera de un reino que nadie quiso habitar. O tal vez solo somos otra leyenda que las olas se tragarán, junto a las sombrillas rotas y los restos de bronceador. 

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