sábado, 5 de abril de 2025

DORADO RETIRO

Andrés había tejido su vejez como una partitura perfecta: retirado en Veamar, frente al mar que lamía las tardes con lengua salobre, se dedicaría a componer sinfonías que nadie escucharía, a pintar acuarelas de dunas que el viento borraría, y a leer a los clásicos en una hamaca que crujía como el esqueleto de un barco fantasma. Los primeros meses fueron una letanía bendita: despertar con el rumor de las olas, caminar hasta el almacén de don Héctor a comprar medialunas tibias, saludar a Dami —el expolicía devenido en filósofo de banco— que repetía como un mantra: "Acá todos son gente rebuena, profe. Hasta los crotelli esos de la esquina, que uno los ve raros pero son pibes de bien, los conozco desde que iban al jardín de infantes". 

El perro blanco de la esquina, al que Andrés bautizó Sibelius por su melena de director de orquesta, lo seguía hasta la playa. Allí, entre pescadores que escupían tabaco y madres que gritaban a niños untados en bloqueador, creyó haber encontrado el compás final de su existencia. Hasta que una mañana de enero, mientras desayunaba budín de la señora Mabel —cuya receta escondía un toque de canela y otro de valium, según rumores—, escuchó el primer disparo. No fue un estruendo, sino un pop sordo, como el corcho de un champán envenenado. Sibelius aulló hacia el bosquecito de pinos donde los veraneantes alquilaban caballos. Dami, desde su silla de lona, comentó sin levantar la vista del diario local "La voz de Veamar": "Deben ser los de la secta del centro, esos que venden bolsas de consorcio y curan la gonorrea con jugo de rúcula. Gente rebuena, igual".

La primera fisura en la utopía costera apareció con los duendes. No los seres folklóricos de sonrisa pícara, sino criaturas de nudillos afilados que arañaban las puertas de madera por las noches. La vecina de los budines juró que le habían robado una foto de su difunto marido. "Son los del prado energético", susurró mientras envolvía milanesas, "ahí hacen ritos los turistas, se conectan con las energías... y con otras cosas". Andrés lo atribuyó al exceso de sol hasta que, caminando al anochecer, vio sombras encorvadas bebiendo de una acequia. Sus ojos brillaban como monedas oxidadas.

Luego vino lo de las tumbas violadas. El cementerio de Veamar era un campo de cruces torcidas donde yacían pescadores y algún que otro poeta suicida. Una mañana aparecieron cuatro fosas abiertas, los ataúdes vacíos. "Son satánicos", dijo el remisero expolicía, limpiando su Hyunday con un trapo manchado de grasa, "o los de la secta, que necesitan huesos para sus gualichos. Pero no se preocupe, profe, aquí no pasa nada grave". 

El verano se desangraba. Los churreros y vendedores de chipá emigraron, dejando tras de sí basura, frustración y rastros de grasa en la arena. Los cultivos de marihuana que florecían entre los matorrales fueron reemplazados por surcos más profundos: ahora enterraban paquetes herméticos que los perros de los narcos olfateaban desde lejos. Sibelius empezó a cojear, luego a sangrar por las encías. Cuando Andrés lo encontró tieso frente al almacén, don Héctor murmuró: "Habrá sido el glifosato de las máquinas agrícolas de Zapala, ese viejo gorila siempre las lava en la vereda donde hay niños, peronistas y perros".

La segunda fisura tenía nombre: el Rengo. Apareció una tarde de marzo, arrastrando una pierna que parecía tallada en madera podrida. No pasaba de los treinta, pero su piel colgaba como cortina vieja. "Me,me d-d-d-dioó... un A-A-ACV aaa looos veintió-cccho", escupió, apoyado en la reja de Andrés, "Mannndánga y te-te...trabrick. Ahora vendo Cris...cristomicina, ¿qui-quiere? Cuuu...ra dessdeeeeee eeeel sida.... haaasta.... haaaasta la mala su-suuerte en el truco". Cuando hablaba mostraba restos radiculares y férulas podridas .

Fue el Rengo quien le contó sobre las cámaras. "¿No las vistee, prooo...fe? Ahí, los postes de luz, pa...parecen ojos de pescado muerto. Laas...las pusieron pa' viiigilar aaaa los paque...paqueros. Ooo los de la secta, que son peores. Ayer desenterraron a los melli...mellizos Martona, loos mató la policía cerca deee. De la. De la plaza. Y al pibe del velódro.. velódromo que la madre lo mató a gol...a golpes, y al padre del pibe desss... desssspués, pero fij-fíjese que la tum...ba está vacía...".

Una noche de viento sur, Andrés descubrió el almacén de don Héctor abierto a las 3 AM. Luces rojas titilaban entre sacos de harina. Grabó un video con manos temblorosas: eran bolsas blancas apiladas como ladrillos de un muro maldito. Al día siguiente, Dami lo interceptó fumando en la playa: "Ojo con quien se para a hablar, sabe, acá no solo hay que ser sino también parecer. Acá hay que llevarse bien con todos, ¿sabe? No meterse con nadie ni tomar partido. Por su bien, ¿eh? Gente rebuena al fin". Su sonrisa mostraba una encía sangrante.

El punto de quiebre llegó con las Chicas. Las hermanas de la casa rosada —Rubias, y por la cincuentena tejían manteles para turistas— Repentinamente recibieron visitas nocturnas. Camionetas negras estacionaban frente a su vereda; de ellas bajaban hombres con overoles de mecánico pero botas limpias. Andrés escuchó llantos agudos, como de gatas en celo. Cuando confrontó a la mayor, ella cerró la puerta dejando un hilo de voz: "Es el centro de contención, Andrés. Están ayudando a los chicos de la villa...". Esa madrugada, encontró una muñeca de trapo colgada de su parral. Le faltaban los ojos.

En abril, el Rengo apareció flotando en la acequia del prado energético. Oficialmente, un accidente. Pero Andrés había visto las marcas en su cuello —no de manos humanas, sino de algo con garras delgadas—. En el velorio, el líder de la secta repartió volantes: "La Cristomicina limpia hasta las manchas del alma. Sólo $17.500 el frasco". Dami, de riguroso negro, susurró: "Pobre diablo, se le habrá subido el moco otra vez. Gente rebuena, igual".

La última gota fue la música. Andrés comenzó a grabar sonidos nocturnos para una instalación artística: vientos que silbaban nombres en guaraní, pasos sobre el techo de chapa, gemidos que venían del cementerio. Una madrugada, enchufó los audífonos y escuchó claramente la voz del Rengo: "Profe, ¿sabe p-p-por qué va-vaciaron las... tumbas? Necesitan hué...huesos nuevos. Los vi-viejos ya están toodos quebraaados...". Al desconectar los cables, el olor a podrido lo golpeó como un puño.

Cuando los sectarios llegaron —tres hombres con barba de profeta y trajes baratos—, Andrés estaba sentado al piano, recreando un blues de tres tonos. "Venimos por las grabaciones",*dijeron. Él tocó los 8 primeros compases de la Invención a dos voces número 2 en do menor de J.S.Bach. El disparo sonó como cuando se retira violentamente el pickup de la superficie de un un LP.

Al día siguiente, Veamar amaneció con carteles de "Se alquila" en la casa del profesor. En el almacén, don Héctor comentó mientras servía café: "Se habrá vuelto loco el pobre, solo y todo. Gente rebuena, pero la soledad es hija de puta". Esa tarde, un turista alemán fotografió el famoso prado energético: en la imagen, entre los duendes de yeso para visitantes, se veía una figura desdibujada tocando un piano invisible. El aviso en AIRBNB describía"Paradisíaco lugar, aunque los pájaros noctámbulos son un poco escandalosos".

En el depósito de la comisaría, una caja marcada "Caso Andrés Mirá" contenía un USB con 7 horas de audio. El oficial a cargo escuchó 3 minutos antes de apagar abruptamente. "Está todo borrado", mintió en el informe. Pero esa noche, al pasar frente a la casa abandonada, juró haber escuchado un vals entre los pinos. Y llantos. Y risas.

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