Seba dijo “Es inútil” mientras aplastaba una hormiga negra con el dedo índice, dejando una mancha de vinagre y quitina en la baldosa calcárea. “Por más que mates un millón, la reina pone un millón de huevos. Son invencibles”. Su voz resonó en el pasillo, pero las hormigas no necesitaban oírla: ya la sentían vibrar en sus antenas.
Las baldosas de la entrada, esas que su abuela llamaba “las huesudas” por su color marfil agrietado, estaban levantadas. No por humedad ni terremotos, sino por el hormiguero que serpenteaba bajo la casa. Cada mañana, al abrir la puerta, Seba encontraba un nuevo montículo de tierra fina, como si el piso respirara.
—¿Sabés que estas baldosas no se fabrican más? —le dijo a Clara, su vecina, mientras señalaba las manchas de veneno para moscas que había esparcido—. Las locas las están descuajeringando.
Clara, que tejía bufandas para gatos callejeros, solo murmuró:
—Las hormigas no odian. Colonizan.
Las noches eran peor. Soñaba que las hormigas le hablaban en Wen, un idioma de feromonas y vibraciones. “Vos sos el umbral”, le decía una reina roja con voz de estática. “Nosotras somos las costureras del mundo”. En el sueño, las negras y las rojas libraban batallas épicas sobre su cama, usando migajas de galleta como fortalezas. Se despertaba con la sensación de que algo lo arrastraba hacia abajo, como si el colchón fuese un remolino de tierra suelta.
Una madrugada, sintió que lo llevaban en andas. No eran brazos humanos: eran patas articuladas que se movían al unísono, como un ciempiés de mil segmentos. Al abrir los ojos, vio el techo agrietado de su habitación, pero el olor a tierra húmeda persistía.
La casa se volvió un organismo. Las hormigas coloradas sembraron pulgones en los limoneros de la ventana, y las negras construyeron túneles que seguían el mapa de sus venas. Seba intentó envenenarlas con ácido bórico mezclado con mermelada, pero solo logró que las baldosas se levantaran más, formando una pirámide escalonada en el umbral.
—¿Viste? —le dijo a Clara, mostrándole los zócalos mordisqueados—. Es como si quisieran que entre alguien. O que salga.
Clara dejó caer una madeja de lana azul.
—O que algo ya esté adentro.
El invierno aceleró la locura. Las hormigas se volvieron reactivas, frenéticas. Recorrían las paredes formando espirales perfectos, y por las noches, el sonido de sus mandíbulas royendo el cemento sonaba a himno antiguo. Seba descubrió que todo lo que caía al suelo —monedas, llaves, migas— desaparecía bajo la cama. No había inclinación, ni imanes: era como si el piso decidiera tragar.
Una tarde, armado con una linterna y un destornillador, levantó una baldosa. El hueco estaba lleno de huevos translúcidos, pero también de otras cosas: un anillo de boda oxidado (él era soltero), fotos de niños desconocidos, y una libreta con su letra que decía “No confíes en Clara”.
La última noche, el sueño fue distinto. La reina roja lo guió por un túnel que olía a raíces y memoria. Las paredes estaban tapizadas con los objetos perdidos: el reloj de su padre, la carta de amor que nunca envió, el diente de leche que guardaba en una cajita.
—Somos las archivistas —dijo la reina—. Lo que ustedes olvidan, nosotras lo enterramos. Lo que niegan, lo pulimos.
Al despertar, Seba encontró a Clara en su habitación. No tejía: sostenía un frasco lleno de hormigas muertas.
—Ellas no son el enemigo —susurró—. Son las mensajeras. El verdadero reino está debajo, esperando que dejes de luchar.
Seba miró sus manos. Notó por primera vez que las venas no eran azules, sino negras, y que bajo la piel algo se movía en fila india. Las baldosas ya no estaban levantadas: eran perfectamente lisas, como si alguien las hubiera recompuesto desde abajo.
En el espejo del baño, Clara no se reflejó. En su lugar, una procesión de hormigas rojas y negras formaron una frase: “Bienvenido al subsuelo de los vivos”.
Entonces entendió. La casa nunca fue suya. Él era el umbral, el guardián de un reino que archivaba lo que el mundo olvidaba: objetos, secretos, personas. Clara, muerta hacía décadas en un accidente con pesticidas, era solo otra curadora de lo perdido.
Las hormigas, siempre invencibles, lo guiaron al último túnel. Mientras descendía, oyó a su padre (enterrado en el jardín tras una discusión por un hormiguero) decir:
—Aquí abajo, hasta los fantasmas tienen colonias.
Y supo que, finalmente, había llegado a un lugar donde no necesitaba matar nada.
Solo recordar.
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