miércoles, 16 de abril de 2025

PROSOPAGNOSIA


En el barrio de San Telmo, todo comenzó con los mozos. Al principio, fue un chiste. ¿Pedro o Pablo, ni ellos se reconocen en el espejo, se reían los parroquianos del Café de las Horas Perdidas. Pero cuando Doña Marta, la dueña, sirvió un cortado sin azúcar a su propio hijo creyendo que era un cliente, la risa se ahogó en el aire espeso de las medialunas quemadas.  

La prosopagnosia no discriminaba. Los rostros se volvieron manchas borrosas, como acuarelas bajo la lluvia. Primero fueron los mozos, luego los barrenderos, los empleados de banco. En las reuniones familiares, las madres preguntaban, vos sos mi hijo o el delivery. Los novios se perdían en las plazas, incapaces de distinguir a sus parejas entre la multitud.  

El pánico llegó con los médicos. En el Hospital de Clínicas, el Dr. Villalba operó la rodilla equivocada. Confundió al señor Rinaldi con el señor Gómez. En las escuelas, los maestros identificaban a los alumnos con números pintados en las manos. Alumno 23, leé el párrafo que Alumno 15 escribió ayer. Los padres protestaban, mi hijo tiene nombre, pero los números ya no se borraban.  

Cuando los diagnósticos empezaron a hablar de Trastornos del Espectro Autista, la sociedad se fragmentó. No era solo la ceguera de rostros. Los sonidos se volvieron dagas. El claxon de un auto podía derribar a un niño en plena vereda, agarrado de la cabeza, balanceándose como péndulo roto. Los olores se transformaron en entidades hostiles. El perfume de una florista era gas lacrimógeno para el vecino, el café recién molido, un veneno.  

En el Mercado de San Telmo, los puestos adaptaron sus ritmos. Los vendedores gritaban ofertas en susurros, las luces se atenuaban al mediodía para no desencadenar crisis. Las corbatas con códigos QR se volvieron moda. Un escaneo rápido revelaba nombre, alergias y playlist favorita. Es por seguridad, decían, aunque todos sabían que era por miedo.  

La señora Rosario, costurera de toda la vida, fue la primera en notarlo. Mientras cosía un vestido de novia, las telas comenzaron a hablarle en frecuencias que solo sus dedos entendían. El terciopelo suena a cello desafinado, le explicó a su cliente, quien huyó creyéndola endemoniada. Pero no era locura. Era sinestesia, un cruce de sentidos que convertía los colores en sabores y las texturas en acordes.  

Los niños del barrio, antes invisibles, empezaron a construir puentes con lo que tenían. En la plaza Dorrego, un grupo armó un circuito sensorial con baldosas de diferentes rugosidades. Lija para los días de ansiedad, algodón para los momentos de sobrecarga. Acá no hay que mirar, hay que sentir, enseñaba una nena de ocho años, mientras guiaba a un anciano con los ojos vendados.  

El colapso llegó un martes al amanecer. En la estación Constitución, un hombre empezó a gritar que las paredes respiraban. La multitud, hipersensible al pánico, se contagió. Algunos corrían en círculos, otros se mecían bajo los bancos, unos cuantos se arrancaban la ropa porque las etiquetas les quemaban la piel.  

Fue entonces que ocurrió. Como si alguien hubiera desconectado un cable, el caos se detuvo. Los sonidos se apagaron, los olores se diluyeron, los colores volvieron a su lugar. La gente se miró, o intentó hacerlo, con una mezcla de alivio y desconcierto.  

Hoy, San Telmo funciona con nuevas reglas. Los nombres se escriben en brazaletes luminosos, las conversaciones se negocian con emojis y tarjetas de colores. En el Café de las Horas Perdidas, los mozos sirven café en tazas térmicas que neutralizan los olores, y las mesas tienen letreros. Zona de silencio, Permitido balancearse.  

Doña Marta ya no confunde a su hijo. O tal vez sí, pero él le sonríe y le muestra el código QR de su camiseta. Soy Juan, hijo único, alergia a la menta.  

En la plaza, los niños enseñan a los viejos cómo caminar sobre las baldosas de algodón. Así no duele, dicen. Y aunque los rostros siguen siendo sombras, algo ha cambiado. Ahora se reconocen por el peso de las pisadas, por el ritmo de la respiración, por cómo sus manos dibujan el aire al decir hola.  

El espectro no se fue. Solo se transformó en un mapa nuevo, donde los puentes no se ven, pero se sienten.  

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