jueves, 10 de abril de 2025

LA CIRCULAR

 La Circular N° 47-XX/B del Departamento de Validaciones Tautológicas establecía que todo documento debía autenticarse mediante un sello que replicara, en microtipografía, el primer párrafo del propio reglamento de autenticación. Así, cada certificado devenía un ouroboros de tinta y burocracia, mordiendo su cola administrativa en espirales de retroalimentación institucional. La oficina, un cubículo sin ventanas donde el aire olía a toner recalentado y ambición estancada, albergaba a Silvina Pársec, funcionaria de tercera categoría encargada de rubricar esos papeles que nadie leía pero todos exigían. Su tarea diaria consistía en estampar el sello oficial sobre formularios que solicitaban, precisamente, la validación de su propio formulario de solicitud de validación. El manual de procedimientos, encuadernado en cuero de resolución judicial, especificaba que cualquier irregularidad debía subsanarse tachando el error con línea roja y contrafirmando la enmienda con un sello secundario cuyo diseño geométrico representaba, en teoría, la armonía preestablecida de los trámites municipales.  

Los habitantes de Nueva Córdoba —topónimo irónico para un conglomerado de casas bajas y kioscos que vendían cigarrillos sin filtro junto a estampitas de San Expedito— desconocían que sus vidas pendían de aquel ciclo de autenticaciones. Cuando el señor Arnaldo Requena presentó un reclamo por la demolición de su garage (derribado por error durante una inspección de rutina), el expediente derivó a la Mesa de Entradas donde una practicante transcribió cada palabra al revés, siguiendo el Protocolo de Espejismo Administrativo. Silvina, al recibir el legajo, aplicó la Norma 12-B: colocó el documento frente a un espejo de aumento heredado de la época en que el departamento se dedicaba a descifrar mensajes en clave enviados por municipios vecinos durante la Guerra Fría de los Impuestos Inmobiliarios. Las letras invertidas revelaron una frase oculta: Todo está bien porque todo debe estar bien, lema no oficial grabado en el dintel de la puerta de los baños.  

El caso Requena se complicó cuando el inspector de Obras Públicas adjuntó un informe donde afirmaba que el garage nunca existió, sino que era una proyección mental colectiva derivada del exceso de películas de Almodóvar en el cineclub local. Silvina, siguiendo el Manual de Resolución de Paradojas Civiles (edición 1997, con anotaciones al margen en letra de electrocardiograma), aplicó el procedimiento de Retroalimentación administrativa: envió el expediente al Archivo de Documentos que Desaparecen Solos, sección creada tras el incidente de 1989 cuando catorce carpetas se evaporaron durante una huelga de luz. Allí, un becario con síndrome de Stendhal crónico clasificó el caso bajo la etiqueta Realidades Alternas No Fiscalizadas, subcategoría Ficciones Urbanas con Impuestos Pagos.  

Meses después, durante una auditoría rutinaria, el supervisor de Silvina descubrió que el sello utilizado en el caso Requena contenía, en su microtexto, una cita del Tractatus Logico-Administrativus de Ludwig Wittgenstein modificada para decir Los límites de mi burocracia son los límites de mi mundo. El hallazgo activó el Protocolo de Tautología Esencial: se convocó a una comisión interdisciplinaria compuesta por un filósofo contratado por hora, un notario jubilado y la sobrina del intendente que había leído medio libro de Deleuze. Tras tres sesiones maratónicas donde se debatió si la firma del funcionario validaba la realidad o viceversa, emitieron un dictamen concluyendo que el garage, al carecer de permiso de construcción, carecía también de derecho a existir en cualquier plano ontológico.  

La belleza del sistema residía en su perfección circular: cada objeción generaba nuevos formularios que requerían nuevos sellos que citaban nuevas normas que remitían a nuevos manuales. Cuando la viuda de Requena intentó apelar presentando fotos del garage (donde se veía, al fondo, un afiche de Mujeres al borde de un ataque de nervios), el Departamento de Evidencias Materiales declaró que las imágenes eran ficción documental posmoderna y las archivó junto a expedientes sobre ovnis avistados durante fiestas patrias.  

Al caer la tarde, mientras Silvina calentaba agua para su té de boldo en una pava eléctrica que debía validar cada media hora con un código QR institucional, reflexionó sobre el equilibrio sublime de aquel mecanismo autoinmune. Cada papel, cada sello, cada firma eran eslabones en una cadena que no llevaba a ninguna parte excepto a su propia perpetuación. El verdadero garage de Requena —si es que alguna vez existió— seguía derruido, pero en su lugar florecía una construcción abstracta, indestructible: el Expediente N° 47-XX/B, monumento involuntario a la genialidad retorcida de cualquier sistema que logra convertir sus fallas en cimientos.  

En el último piso del edificio municipal, donde nadie subía desde el episodio del ascensor poseído, el Archivo Maestro guardaba copias carbónicas de cada documento emitido. Allí, entre polvo y sombras, los papeles susurraban en lenguaje de formularios: Certifico que esta certificación certifica su propia certidumbre mediante recursividad certificada. Era el sonido del universo administrativo girando sobre su eje, perfecto, inútil, eterno.

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