miércoles, 9 de abril de 2025

RUMORES EN VEAMAR

RUMORES EN VEAMAR


EL DEVENIR ESTACIONAL


Veamar no figura en los mapas. Si lo encuentra, huya. Aquí las estaciones no pasan: se vengan. Los turistas no vacacionan: expían. Y el mar, ese viejo mentiroso, no lame la arena: la escupe con desdén. Estos relatos son su certificado de defunción festiva.El verano no es estación, es un chiste que se repite cada año. Los turistas llegan con cámaras y se van con hongos en las uñas. Gertrudis los observa desde el faro, tejiendo redes con sus selfies olvidadas. Arnaldo, mientras, talla otro barco maldito. Sabe que el mar los devorará, pero también sabe que en Veamar hasta la podredumbre tiene dueño.


1) LOS SANTOS DE LOS ÚLTIMOS DÍAS FERIADOS

 Arnaldo caminaba cinco kilómetros cada mañana, siguiendo el borde exacto donde el mar lamía la tierra como un gato arrepentido. Lo hacía desde que la viudez se le había instalado en las articulaciones, y desde que el médico le dijo que el colesterol era una metáfora de su incapacidad para soltar. Llevaba zapatillas de lona compradas en el 98, un reloj Casio que solo marcaba la hora solar, y una bolsa de papel grasienta donde guardaba las galletitas de naranja rellenas de dulce de leche y bañadas en chocolate que compraba en la Panadería La Última Gavia. Eran una locura, sí, pero de esas que justifican el riesgo de un infarto: crujientes por fuera, dulces hasta lo obsceno por dentro, y con un toque cítrico que le recordaba a los besos de su difunta esposa, Marta, quien murió mordiendo una mandarina en pleno verano del 2003.  

El kiosco Hipocampo estaba en la esquina de la calle Los Ahogados y la avenida Las Anémonas. Ahí compraba sus kreteks, esos cigarrillos indonesios que olían a clavo quemado y le hacían toser glorias patrias. Doña Elba, la dueña, le repetía cada vez:  

—Vas a terminar como el abuelo de los Pérez, que escupía pedazos de pulmón en el mate.  

Arnaldo asentía, pagaba con monedas frías, y seguía su camino. Sabía que los kreteks eran un suicidio a plazos, pero también sabía que en este pueblo costero todos tenían su veneno elegido: el barman del Atlántico Sur bebía fernet con bilis de raya, la maestra de primaria comía tierra de maceta, y el cura fumaba cáscaras de naranja secas en misa.  

La casa de Arnaldo era un conventillo de dos habitaciones donde los electrodomésticos tenían más carácter que él. La heladera Toshiba del 87 gruñía cada vez que abría la puerta, escupiendo cubeteras vacías como proyectiles. La licuadora Oster, heredada de Marta, solo funcionaba si le hablaba con el tono exacto que usaba su esposa para pedirle que bajara la basura. Y la radio Philips, sintonizada eternamente en la desaparecida FM Nostalgia, lloraba boleros cuando se acercaban las tormentas.  

Pero el verdadero drama era la cafetera. Una Moulinex blanca que había empezado a escribir mensajes en el vapor del café. No soy tu esclava, decía una mañana. El agua caliente es una tortura, protestaba otra. Arnaldo intentó ignorarla hasta que un jueves amaneció con la pantalla digital mostrando: Prefiero el té.  

—¿Y ahora qué hago? —le preguntó a doña Elba mientras compraba kreteks.  

—Desconectala, Arnaldo. Las máquinas también tienen crisis existenciales.  

Pero él no pudo. Esa noche, dejó una taza de té Earl Grey al lado de la cafetera, y por primera vez en años, el café no supo a derrota.  

Los turistas llegaban en diciembre como golondrinas con visados de plástico. Arnaldo los veía desde su banco en la playa, donde tallaba barquitos de madera que luego vendía como recuerdos auténticamente artesanales. Los barquitos tenían un secreto: si el clima estaba por cambiar, sus velas se teñían de azul oscuro. Y si alguien cercano iba a morir, se volvían rojos como amapolas. Nadie lo sabía, excepto la señora Gertrudis, la viuda del faro, que una vez le compró tres y al día siguiente encontró a su perro Salchicha flotando en la cisterna.  

—Tus barquitos son brujería barata —le dijo Gertrudis, escupiendo al suelo una pepita de oro que siempre llevaba bajo la lengua.  

—Son solo madera y suerte —mentía Arnaldo, esculpiendo la quilla de un galeón que predijo el divorcio del intendente.  

El kiosco Hipocampo olía a clavo quemado y a promesas incumplidas. Doña Elba, detrás del mostrador, contaba monedas de pesos ley con un dedo enguantado en cinta adhesiva. Sus ojos, color aceituna podrida, seguían a Arnaldo mientras este hojeaba una revista Gente del 96.  

—¿Sabés lo que dijo el cura hoy? —preguntó doña Elba, escupiendo una semilla de anís en un cenicero con forma de pelvis—. Que Dios se fue de vacaciones a Uruguay y nos dejó al mando del Diablo.  

Arnaldo suspiró. El padre Ignacio tenía la costumbre de mezclar sermones con teorías conspirativas. La semana pasada había jurado que la Virgen de Luján se le apareció en forma de pelícano para advertirle sobre una invasión de langostas transgénicas.  

—¿Y vos le creés? —preguntó Arnaldo, guardando los kreteks en el bolsillo del pantalón.  

—Creo que el Diablo ya estaba aquí —respondió ella, señalando un afiche descolorido de Carlos Menem sonriendo con dientes de tiburón—. Y que nos gobierna desde que prohibieron la siesta obligatoria.  

En la playa, los turistas se untaban con manteca de cacao y se quejaban de que el mar no era tan azul como en el folleto. Arnaldo tallaba un barco pirata mientras escuchaba sus conversaciones:  

—Mirá, Juan Carlos, este pueblo parece sacado de una película de terror de segunda —dijo una mujer con sombrero de ala ancha.  

—Sí, pero terror low cost —respondió el marido, ajustándose las antiparras que le estrangulaban las esperanzas.  

El barco en las manos de Arnaldo empezó a palpitar. Las velas se tornaron violeta, un color que nunca había visto. Lo dejó caer sobre la arena, y el barquito se enterró solo, como si el suelo fuera agua. Cuando Gertrudis pasó arrastrando su carrito de chatarra, lo miró con desdén:  

—Ese color no es de este mundo. Algo viene.  

—¿Otra vez tu perro se ahogó? —bromeó Arnaldo, pero Gertrudis ya se alejaba, dejando un rastro de migas de polvorones y profecías.  

La cafetera Moulinex había empezado a escribir poemas en dialecto lunfardo. Soy un tacho con patas, che, hervido de resentimiento. Si no me das un descanso, te incendio el firmamento. Arnaldo le respondió con un té de manzanilla y una cucharada de miel. Al día siguiente, el vapor formó un corazón imperfecto.  

Pero la paz duró poco. Esa noche, la radio Philips comenzó a transmitir un programa llamado Voces del Más Allá, donde los oyentes llamaban para contar cómo habían muerto. La voz de Marta sonó en el éter a las 2:47 a.m.:  

—¿Arnaldo? Estoy en un lugar lleno de mandarinas. Algunas tienen la marca de tus dientes.  

Él desenchufó el aparato con manos temblorosas. Al otro lado de la ventana, la luna brillaba como una moneda falsa.  

El último día del feriado amaneció con un sol que parecía una advertencia. Los turistas empacaban sus sombrillas y sus decepciones. En el bar Atlántico Sur, el barman sirvió el último fernet con bilis de raya y anunció:  

—En invierno, esto parece el camarote del Titanic después del iceberg.  

Arnaldo caminó hasta el muelle, donde los barquitos de madera se agitaban en sus cajas. Todos rojos. Rojo sangre, rojo alerta, rojo como los ojos del cura cuando habla del Apocalipsis. Gertrudis apareció a su lado, masticando un cigarrillo sin encender:  

—Se van, y el pueblo va a podrirse. Como un pescado al sol.  

—Siempre vuelven —dijo Arnaldo, pero su voz sonó a mentira.  

Al atardecer, cuando el último ómnibus partió llevándose el ruido y los dólares, el silencio cayó como un mazo. La heladera Toshiba dejó de gruñir. La licuadora Oster se autodestruyó licuando aire. Y la cafetera Moulinex escribió su último mensaje: Nos vemos en el infierno, querido.  

Arnaldo encendió un kretek y miró el mar. Las olas lamían la orilla con lengua de serpiente. En el horizonte, una mancha violeta crecía, densa como una amenaza.  

—¿Será Dios? ¿O el Diablo? —pensó, mientras el humo le dibujaba un nudo en la garganta.  

Gertrudis apareció con un barco nuevo en las manos. Esta vez, las velas eran negras.  

—Preparáte —dijo—. Esto no es el final.  

—¿Entonces qué es?  

—El principio de algo que siempre estuvo aquí.  

Arnaldo mordió una galletita de naranja. El dulce de leche le supo a despedida.  


2) EQUINOCCIO DE HONGOS 


El frío llegó como un acreedor. Primero se instaló en los huesos de los pescadores, luego trepó por las cañerías oxidadas del pueblo hasta reventar los medidores de luz. El mar, ahora un plato de nitrógeno líquido, escupía olas dentadas que congelaban las botellas de cerveza abandonadas en la arena. Los chanchitos salvajes —esos que Gertrudis alimentaba con sobras de milanesas benditas— huyeron hacia el monte, arrastrando entre los colmillos retazos de bolsas de consorcio que ondeaban como estandartes de una guerra perdida.  

En la plaza, los caballos de los carruajes turísticos amanecieron convertidos en estatuas de sal y rencor. Sus ojos vidriosos miraban hacia el faro, donde Gertrudis colgaba faroles con velas de sebo humano. Para que los muertos no se pierdan, gruñía, mientras untaba grasa de puma en sus mejillas agrietadas.  

Arnaldo ya no caminaba cinco kilómetros. Ahora arrastraba los pies hasta el muelle, donde los barquitos de madera yacían cubiertos por una costra de hielo sulfuroso. Las velas, antes proféticas, se habían vuelto translúcidas, como uñas de fantasma. El último que talló —un bergantín con figura de perro— lo enterró bajo el mirador, justo donde Salchicha había sido encontrado. Esa noche, soñó con Gertrudis masticando el barco mientras los hongos crecían en sus órbitas vacías.  

Los hongos, sí. Brotaban en las grietas de las casas, en los radiadores muertos, incluso entre las páginas de los ejemplares amarillentos de El Ratón de Occidente que doña Elba usaba para envolver los kreteks. Eran blancos, bioluminiscentes, y despedían un olor a pólvora mojada. El padre Ignacio los llamó lágrimas de Judas y organizó una quema ritual que terminó con tres turistas europeos intoxicados por el humo.  

—Son esporas del fin del mundo —advirtió Gertrudis, escupiendo un hongo entero en la hoguera—. Crecen donde hubo lujuria barata.  

En el bar Atlántico Sur, ahora convertido en un refugio para los que ya no tenían uñas que perder por el escorbuto del frío, el barman servía licor de trementina con jugo de pomelo radioactivo. Los parroquianos se apretujaban contra la estufa a kerosene —una reliquia de la Guerra de Malvinas que solo emitía gritos de combatientes caídos— mientras afuera, los caranchos se lanzaban en picada sobre los contenedores de basura. No buscaban comida, sino algo más perverso: fotos rotas, cartas de amor masticadas, pañales usados que brillaban bajo la luna como medusas varadas.  

—Es el hambre de los que no pudieron migrar —masculló doña Elba, frotándose los ojos con un trapo embebido en aguardiente—. Hasta los pájaros acá se vuelven nostálgicos de la porquería.  

La cafetera Moulinex, desconectada y sepultada bajo tres mantas de lana de llama, empezó a sangrar té de manzanilla por sus juntas oxidadas. Arnaldo la desenterró una madrugada, hipnotizado por el sonido de sus gemidos metálicos. En la pantalla, entre cortocircuitos, se leía: Perdonáme. El frío me recordó a tu corazón.  

Pero el verdadero horror llegó con el equinoccio. La mancha violeta en el horizonte —aquella que Gertrudis juró que era el principio de algo— comenzó a pulsar al ritmo de los faroles del faro. La luz, dicen los borrachos que aún frecuentan el muelle, no era luz sino una especie de ausencia que devoraba el gris del cielo. Los hongos, en respuesta, estallaron en una sinfonía de chasquidos, liberando esporas que dibujaron en el aire los rostros de todos los muertos del pueblo.  

Gertrudis, envuelta en un poncho hecho de bolsas de arpillera y dientes de tiburón, subió al mirador. Desde allí, con una bocina robada de un Peugeot 504 abandonado, anunció:  

—¡El verano va a volver, pero traerá lo que se llevó! ¡Preparáte para devolver lo robado!  

Arnaldo, acurrucado en su cocina con un kretek apagado entre los labios, observó cómo los barquitos de madera se deshelaban y flotaban hacia la mancha violeta. En cada uno iba un recuerdo: la risa de Marta, el olor a clavo quemado, incluso la canción que la radio Philips emitía antes de romperse.  

Cuando el primer rayo de equinoccio atravesó su ventana, supo que el frío no se iría. Solo cambiaría de forma.  


3) MOVIDAS PREVIAS


 La primavera llegó con hipo. Primero fueron tres días de calor prematuro que derritieron los hongos sulfurosos en charcos ácidos. Luego, una semana de heladas que convirtieron los brotes de ceibo en estalactitas verdes. Gertrudis, desde su mirador de dientes de tiburón, anunció: La estación se resbala en su propia baba. No se fíen de las margaritas que crecen donde hubo vómito.  

En el pueblo, los rezagados del invierno —aquellos que  colocaban cortinas antifrío desde abril— se apresuraban a pintar fachadas con colores que la municipalidad llamaba tonalidades de esperanza renovada: rosado intoxicante, verde bilis, azul de metileno. Doña Elba, en un arrebato de lucidez mercantil, vendía kreteks perfumados con lavanda y desesperación.  

—Son para atraer turistas con olfato de buitre —explicaba, mientras untaba los cigarrillos con grasa de chancho salvaje—. Huelen la carroña fresca y caen en manadas.  

Arnaldo, ahora encargado de retirar los barquitos putrefactos del muelle, encontró uno que había sobrevivido al invierno. Sus velas, aunque agujereadas por el hielo, mostraban un nuevo color: dorado sucio, como el anillo que Marta llevaba cuando la enterraron. Gertrudis lo interceptó antes de que lo quemara:  

—Guardálo bajo la cama y rezá para que los turistas paguen en dólares, y no con promesas.  

Mientras, en la costa, los primeros veraneantes aparecieron con sombreros de paja y cámaras de fotos que chasqueaban como mandíbulas. Fotografiaban las casas descascaradas, los perros sarnosos, incluso los charcos de vómito-lavanda que doña Elba escondía bajo aserrín. ¡Qué auténtico!, exclamaban, comprando barquitos podridos a precio de reliquias.  

El padre Ignacio, en un intento por exorcizar el equinoccio tardío, organizó una procesión con faroles hechos de latas de cerveza. Los feligreses cantaban:  


Primavera santísima,  


llena de piojos y sol,  


no nos dejes morir  


en este charco de alcohol.  


Pero al pasar frente al bar Atlántico Sur, donde el barman servía fernet con jugo de hongos alucinógenos, la procesión se desmadró. Los creyentes, poseídos por visiones de santos con cabezas de carancho, saquearon la pescadería y fundaron una secta llamada Los Devoradores de Escamas Eternas.  

La cafetera resucitó en Septiembre. Arnaldo la encontró una mañana, herrumbrosa pero parlante, escupiendo un mensaje entre cortocircuitos: Preparáte para sudar mentiras. Esa tarde, el primer brote de ceibo verdadero perforó el techo de la casa de Gertrudis, enredándose en sus collares de uñas de puma.  

—Es la sangre verde del pueblo —rugió ella, usando el brote como látigo para ahuyentar a los turistas que grababan reels en su patio—. ¡Creen que vienen a renovarse, pero solo traen cáncer de piel y de alma!  

El clímax llegó con las Lunas de Mieles Tardías, un festival donde los casados plantaban huesos de durazno en la playa para fertilizar el amor. Pero los huesos, regados con anticongelante y lágrimas de borracho, germinaban en árboles retorcidos que daban frutas con forma de órganos sexuales. Los turistas mordisqueaban levercaxi y knucklepruns, riendo hasta que sus bocas sangraban.  

Gertrudis, desde el faro convertido en trampa para incautos, soltó los caranchos entrenados para robar billeteras. Mientras las aves atacaban, ella vociferaba:  

—¡La primavera no es renacer, es repetir la misma inanición con flores pegadas!  

Entretanto, Arnaldo ve a los rezagados (o adelantados) —los que instalaron heladerías artesanales en Julio y cerraron con carteles de ABRIMOS EN DICIEMBRE pero terminaron abriendo entre Carnaval y Semana Santa. 

El barco dorado bajo su cama crece, y sus velas ahora muestran caras de turistas futuros, todos con los ojos vacíos y sonrisas de deuda impaga. La mancha violeta en el horizonte palpita al ritmo de su respiración.  

Gertrudis aparece en su puerta, con un poncho hecho de cámaras de fotos rotas:  

—El verano viene a cobrar lo prestado. Y nosotros somos los fiadores...


4)  LA BIENAL DE LOS DECONSTRUÍDOS


El verano llegó con un rugido de motosierras. La municipalidad, en un esfuerzo por superar el fracaso místico de la primavera, había contratado al Colectivo Artístico Nueva Savia —un grupo de muralistas venidos de La Plata que mezclaban óleo con vinagre de malta— para convertir el pueblo en una bienal al aire libre. Los edificios públicos amanecieron cubiertos de frescos que representaban La epifanía del turista sostenible: seres andróginos con cabezas de medusa tomando selfies frente a un mar de espuma tóxica. Gertrudis, en respuesta, colgó gallinazos muertos en los postes de luz con carteles que rezaban: Arte es lo que sobrevive al cursi.  

El Cristo de la Costa, esculpido por el herrero local Oreste Patalarga con restos de lanchas y cañerías cloacales, se erguía sobre la colina como un espantapájaros divino. Su rostro —una lámina de zinc soldada con toques de amargura— miraba hacia el balneario donde los veraneantes se untaban con bronceadores caducados. La noche de su inauguración, tres adolescentes ebrios juraron que la estatua les susurró: Huyan, idiotas. El mar está cocinando algo que ni yo salvaría.  

Doña Elba, convertida en vidente improvisada, vendía Agua bendita del Cristo (esencia de mandarina mezclada con agua de batería) en el quiosco Hipocampo.  

—Es para que los turistas iluminen su aura y su cartera —gritaba, mientras los niños robaban botellas para hacer bombas de olor a incienso apocalíptico.  

La Bienal de Arte alcanzó su clímax con la instalación Algas del Paraíso: una carpa gigante donde se exhibían montañas de sargazo putrefacto traído de Cancún. Los visitantes, con máscaras antigás decoradas con lentejuelas, caminaban entre las algas mientras un theremín reproducía el llanto de ballenas varadas. El curador, un tipo con barba de chivo y sombrero de paja falso, explicaba:  

—Es una metáfora de la asfixia existencial del hombre posindustrial en diálogo con la crisis ecológica. Pero si me preguntás a mí, es humo para tapar el olor a mierda de gaviota.  

Arnaldo, obligado a trabajar como asistente ecológico, retiraba restos de algas muertas que se aferraban a los turistas como manos ahogadas. En su bolsillo, el barco dorado vibraba mostrando imágenes de la mancha violeta devorando la carpa.  

Rezagados de la temporada, los hermanos Durán, que en febrero terminaban de instalar su heladería El Pingüino Aplastado  repartían volantes con promesas de sabores patagónicos nunca antes vistos: Calafate con gusto a neumático quemado, dulce de leche salpicado con virutas de carbón. Su primer cliente, un influencer de moda sostenible, murió intoxicado después de probar el Special Chernobyl.  

—Fue un homenaje al abuelo —dijo el mayor de los Durán, limpiándose las lágrimas con un trapo lleno de pintura verde bilis—. Él siempre quiso ser memorable. Y lo logró, ¿viste?  

La noche del 15 de enero, el Cristo de la Costa se desplomó. No fue el viento ni la corrosión: fueron los caranchos, ahora del tamaño de avionetas, que se lanzaron en picada contra la estatua mientras Gertrudis dirigía el ataque con un silbato de árbitro oxidado.  

—¡Era hora de que alguien hiciera arte con dos dedos de frente! —rugió, mientras los pájaros arrastraban la cabeza de zinc hacia el mar.  

En la playa, las algas mutantes —activadas por los desechos de la carpa— comenzaron a arrastrar turistas hacia el fondo. Los que sobrevivieron contaron que, bajo el agua, vieron la mancha violeta convertida en una ciudad de torres retorcidas donde los ahogados compraban recuerdos hechos con sus propios huesos.  

Arnaldo, sentado en el muelle con un kretek apagado, observó cómo el barco dorado se consumía en sus manos. Las velas mostraban ahora el pueblo vacío, cubierto de murales descascarados y carteles de Se alquila mordidos por ratas gigantes. Gertrudis apareció con un vestido hecho de redes de pesca y etiquetas de equipaje robadas.  

—El verano no se va —dijo, señalando la mancha violeta que ahora ocupaba todo el horizonte—. Se recicla. Como todo en este pozo de mediocridad. 

En la última escena, los hermanos Durán abrieron finalmente El Pingüino Aplastado. Sirvieron helado de agua salada en conos de yeso mientras la mancha violeta lamía el pueblo. Los turistas, ya irreconocibles, compraban con manos translúcidas y sonrisas de deuda que nunca irían a saldar.  

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