El benjamín de los Lombardo-Mercado, Facundo, sostenía la bandera con la solemnidad de un caballo de palo en medio de un huracán. La Escuela Nacional Juan Domingo Perón olía a crayón derretido y a empanadas de vigilia —las monjas las habían rellenado con atún y pasas de uva «para fomentar el sacrificio patrio». En la tercera fila del patio, la familia se desplegaba como un muestrario de guerras civiles argentinas: el tío Héctor, gorila recalcitrante, llevaba una boina con el escudo de Aramburu bordado en hilo dorado; la tía Marta, del PC, ondeaba un pañuelo rojo con la hoz y el martillo convertidos en un emoji de corazón; los primos hippies repartían caramelos de THC disfrazados de Mentholyptus; y la abuela Nélida, sorda como una tapia, tarareaba *Aurora* en ritmo de cumbia villera.
—¡Ese chico carga el futuro de la Nación! —rugió el tío Héctor, señalando a Facundo, quien en ese momento usaba la bandera para rascarse la espalda.
—El futuro es una construcción colectiva, no un fetiche de tela —replicó la tía Marta, ajustando su pañuelo como si fuera a estrangular un símbolo patriarcal.
A continuación el coro, padres y docentes destrozaron el Himno Nacional mientras la abuela Nélida, ahora sincronizada por error con el himno de Uruguay, gritaba: "Orientales, la Patria o la Tumba". Los padres comunistas se cuadraron, los gorilas se santiguaron, y los hippies aprovecharon para masticar hongos psicoactivos.
En el escenario, la profesora de Música, la señorita Ofelia, atacaba el piano con la furia de quien intenta exorcizar a Chopin. Había arreglado una versión de la Marcha de San Lorenzo para flauta dulce y bombo legüero, pero los alumnos, en rebelión pasiva, silbaban "Balderrama". La abuela Nélida, creyendo reconocer la melodía, se puso de pie y entonó "La descamisada" soñando con hacer un Luna Park cuando cumpliera 100 años, como Nelly Omar.
El Supervisor Escolar, un hombre con bigote de galaxia en retroceso, tomó el micrófono. Su discurso comenzó como un homenaje a Perón y terminó en una disertación sobre «la pedagogía del ñandú como modelo de resistencia latinoamericana».
—¡El ñandú no vuela, pero corre hacia horizontes de justicia social! —vociferó, sudando litio—. ¡Y así debemos nosotros, educadores, correr hacia la descolonización de las tablas de multiplicar!
Los primos hippies aprovecharon para repartir más caramelos. Uno cayó en la boca del tío Héctor, quien, tras masticarlo, abrazó a un árbol del patio y confesó haber votado en blanco en el ’55. La tía Marta, llorando, le ofreció un pañuelo rojo para limpiar sus «lágrimas de burgués arrepentido».
Facundo, aburrido de sostener la bandera, intentó usarla como lanza para derribar un nido de horneros. La directora intervino con un silbato y lo extorsionó amenazándolo con dejarlo sin recreos por el resto de su escolaridad.
El chocolate con leche sirvió como armisticio: espumoso y quemado, en tazas con restos de té mate cocido. Los alfajores, supuestamente «de merengue», tenían un baño que más bien parecía yeso escolar, y el dulce de leche estaba adulterado con mermelada de zapallo.
—Esto es una metáfora del país —sentenció el tío Héctor, escupiendo un trozo de oblea.
—No, es solo un alfajor mal hecho —corrigió la tía Marta, limpiándose los dedos en su pañuelo rojo.
Facundo, olvidado ya de su hazaña con la bandera, jugaba a enterrar un alfajor en el jardín. «Para que crezca un árbol de golosinas», explicó, mientras los primos hippies cavaban con cucharas de plástico.
La abuela Nélida, ahora tarareando *Canción con todos*, se durmió en un banco, soñando que Evita le servía mate con medialunas de verdad.
Y así, entre himnos desleídos y merengues de cartón piedra, la familia Lombardo-Mercado logró lo imposible: un final sin espejos, sin asteriscos, y con todas las letras —mal escritas, pero legibles— de la palabra
**Fin**.
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