El manuscrito apareció en una playa nudista de Saint Edward On The Sea, envuelto en una bolsa de plástico con olor a algas muertas y diesel. Lo encontró un niño que huía de las carcajadas de unos turistas borrachos que intentaban enterrar a un sociólogo en la arena mientras recitaban versos de *El gran cuaderno* de Agota Kristoff. Las páginas, manchadas de loción solar y ceniza de puro, narraban el descenso de un escritor fracasado hacia el corazón de una conspiración cósmica tejida con los hilos rotos de la Argentina.
Amadeo, profesor de literatura venido a menos y coleccionista de fracasos ajenos, reconoció en aquellas páginas la letra temblorosa de su doble, aquel que había decidido exiliarse en un balneario de segunda categoría para morir de cirrosis mientras inventaba santos falsos: San Guevardo Del Fal, San Servando del Flan, San Cagardo Del Clan. Cada entrada del diario era un ladrillo en el mausoleo de una patria que se desangraba por las venas abiertas de la hiperinflación y los cacerolazos.
Las moscas eran las primeras en llegar cada mañana. Zumbaban alrededor de su cabeza como drones miniaturizados, posándose en los párrafos donde describía el dolor lumbar como un vino agrio que fermentaba en su columna. "La voluntad de vivir es un vehículo abandonado al costado de la ruta 2", escribió el 19 de enero del 2002, fecha en que un remisero le partió el cráneo a su mujer con la tapa del baúl mientras cargaban valijas llenas de billetes inútiles. Aquella escena —el grito ahogado, la sangre mezclándose con la arena, el perro abandonado que aullaba como un bebé— se repetía cada noche en sus sueños, transformada en una alegoría kafkiana donde los médicos eran sacerdotes de un culto a la decadencia.
En la playa, los personajes se multiplicaban como hongos después de la lluvia. Estaba el Premio Nobel sin anteojos que confundía a los Hare Krishna con agentes de la SIDE, el viejo Moisés que inventó el sandboard usando la tabla de surf de su nieto muerto, y la mujer que preguntaba si era skinhead mientras su hija tosía restos de polvo de estrellas. Todos formaban parte del gran circo de la degradación nacional, un aquelarre donde hasta los médanos conspiraban para sepultar las pruebas de algún crimen metafísico.
Las entradas del diario delataban una obsesión con los números invertidos, las fechas que se comían su propia cola como el Uroboros. "Día 28, 19/01/02", "Día 27, 20/01/02": una cuenta regresiva hacia el Big Bang inverso que Serglobalius —el autor de unas memorias interdimensionales encontradas en una sombrilla cósmica— describía como el suspiro final de Dios antes de ahogarse en su propia saliva. Amadeo seguía las pistas entre los desperdicios de la playa: conchas de mejillón con inscripciones en arameo, botellas vacías de Fernet que contenían universos en miniatura, condones usados inflados como globos de helio con los susurros de los desaparecidos.
Las teorías se acumulaban como la espuma en la orilla. ¿Era el dolor de espalda una metáfora de la deuda externa? ¿Los cólicos por los espárragos simbolizaban el ajuste del FMI? En un acceso de lucidez borracha, Amadeo escribió: "La medicina es el opio de los pueblos posmodernos", justo antes de que una sudestada le arrancara las páginas y las esparciera sobre las rocas donde yacía petrificado el perfil de la República Argentina. Esa noche, soñó con la Bibliotecaria del Tiempo Invertido, personaje de Serglobalius que clasificaba memorias en estantes hechos de huesos de ballena. Ella le mostró el índice final: "Capítulo ∞: La Sinfonía del Vacío Pletórico", donde todos los personajes se fundían en un grito silencioso que deletreaba "SSSSS" en código Morse.
El encuentro con el autor del diario ocurrió frente a un cajero automático que escupía billetes manchados de tinta roja. Amadeo reconoció la voz que musitaba: "Quien de joven come las sardinas, de viejo caga las espinas", un verso tan putrefacto como la bandera argentina izada en el mástil de la plaza de un pueblo fantasma. Lo siguió hasta una casa de madera podrida donde las paredes transpiraban salitre y los retratos de Perón lloraban lágrimas de mercurio. Entre botellas de vino convertidas en candelabros y pilas de manuscritos devorados por polillas metafísicas, el hombre confesó entre hipos: "Escribo con la bilis de los que se fueron al carajo. Cada palabra es un exorcismo fallido".
En los días finales, cuando el hígado le anunció la hora de la traición, Amadeo intentó condensar el universo en una sola metáfora. Caminó hasta la roca que tenía forma de su país y se dejó arrastrar por la corriente mientras recitaba el poema cuántico de Serglobalius: "Somos errores gloriosos en la bitácora del Demiurgo". Las olas lo devolvieron a la orilla con los bolsillos llenos de caracoles que susurraban secretos en guaraní. En la última página del diario, alguien —quizás él mismo, quizás otro— había dibujado una sombrilla abierta bajo la cual bailaban un Oso Yogui, Evita y un cerdo reptiliano con la cara de Macri.
La noche del Big Crunch inverso, los médanos comenzaron a cantar el himno nacional en reverse mientras los veraneantes huían hacia autopistas que se desintegraban en el horizonte. Amadeo permaneció en la playa, observando cómo las constelaciones se apagaban una a una como lamparitas de villa miseria. Cuando solo quedó la Cruz del Sur, entendió que la verdadera patria no estaba en los mapas ni en los discursos, sino en el instante preciso en que una metáfora colapsa sobre sí misma, dejando un residuo de sal y polvo estelar que algún día otro idiota llamaría literatura.
El manuscrito terminó en manos de una editorial clandestina que imprimía libros en papel higiénico robado de baños públicos. Lo vendieron como ficción en ferias de pulgas, junto a muñecas rotas y relojes detenidos a las 3:21 de la madrugada del corralito. Los críticos lo celebraron como "una obra maestra del realismo alucinatorio" y "el testamento definitivo de una generación que naufragó en su propio sarcasmo". Pero en los márgenes de cada ejemplar, alguien seguía escribiendo con tinta invisible las verdaderas memorias: aquellas que solo podían leerse cuando el lector aceptaba que toda iluminación es, en el fondo, el arte de tropezar con la misma piedra en infinitos universos paralelos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario