sábado, 24 de enero de 2009

Siempre adoré a mis primos

Siempre adoré a mis primos con esa devoción torcida que sólo se reserva a los espejos que nos muestran la cara que no nos atrevimos a tener. El Negro, por ejemplo, era un poco veleta en el vendaval de los deseos: de chico, cuando jugábamos a los piratas en los pajonales de la laguna, ya se le notaba ese don para girar según soplara el viento de las faldas ajenas. Después de mariposear por cuartos oscuros y camas prestadas —como quien colecciona estampitas de santas pecadoras— se había casado. Casado de verdad, con anillo y todo, aunque yo sospecho que bajo el traje nupcial seguía escondiendo el short de futbolista que usaba a los catorce, cuando todavía creía que la vida era un partido que se ganaba haciendo goles entre las piernas de las mucamas.  

Ahora, mientras me observo en el espejo del baño —ese juez implacable que me recuerda que hasta los dioses griegos se arrugaron— pienso en transplantes. Transplantes de órganos, de recuerdos, de esa rabia dulce que nos corre por las venas como un río de caramelo agrio. Ellos serían buenos donantes, claro. Tenemos un material genético tan compatible que hasta las cicatrices nos salen en los mismos lugares: la rodilla izquierda (caída del caballo de cartón), el codo derecho (pelea por la última empanada), ese lunar en forma de isla desconocida que todos llevamos bajo la axila, mapa de un territorio que sólo existe cuando nos abrazamos.  

El Negro, entre tantas virtudes, tenía —y por lo que murmuran las paredes del café de la estación, sigue teniendo— una foca muerta entre las piernas. Mentira: de muerta no tiene nada. Es más bien una foca viva, juguetona, de esas que en los circos viejos hacían piruetas para ganarse un pescado podrido. Pero que de eso se ocupe su mujer, que debe tener con qué entretenerse: agujas de tejer, revistas de crucigramas, o quizás ese amante taciturno que todos imaginamos cuando vemos a una señora sonreír demasiado en el supermercado.  

El asunto, comprendí una tarde de lluvia ácida mientras desenterraba papas transgénicas en el huerto de la tía Eduviges, era trazar la genealogía del poder. No ese poder de los discursos y las banderas, sino el otro: el que se cuece a fuego lento en las cazuelas familiares, ese mito que acompaña la lectura de la realidad como un tajo en la yugular. Este país, la República Argentina —o la Federación Platina, o Nueva Palestina, o como carajos quieran llamarla cuando se les acabe el whisky barato— no es más que un dolorido colectivo inscrito, inscripto, *inscriputito* en Surdamiérdica. Un continente imaginario donde las naciones se expanden y retraen como anémonas intoxicadas con su propia saliva, o quizás como medusas que flotan en el mar de la desmemoria, brillando con ese fulgor venenoso que les da el miedo a ser olvidadas.  

Pero no te confundas: no es saliva lo que destilan, sino esa sustancia cáustica que impregna sus cilios, el mismo veneno que usan para mortificar a las criaturas pequeñas que les sirven de alimento. Y ojo, que no te vaya a mortificar un huevo, una nalga o una teta, porque ahí la vas a pasar mal. Eso lo sabía bien mi otro primo, el inmediatamente mayor al Negro, el que a los doce años ya tenía cara de haber fumado todos los puchos del mundo. Él sabía que el veneno seguía activo incluso después de partir a las medusas con una palita de playa, incluso después de muertas. Lo sabía porque yo mismo le había tirado media en la espalda, en aquel verano del '73 cuando todavía creíamos que el sol curaba todo. La marca le quedó como un latigazo de luz fosforescente, y por dos días deliró con sirenas que le ofrecían helado de merluza. Por suerte, no quedaron secuelas. O quizás sí: ahora es contador y escribe poemas en verso libre sobre la melancolía de los balances imposibles.  

Ha pasado medio siglo, aunque a veces —cuando el viento trae olor a pasto quemado— siento que todavía estoy saliendo del neuropsiquiátrico. Éramos todos chicos entonces, chicos con risas de vidrio roto y miradas que ya adivinaban el precio de las deudas. No había necesidad de engrilletarme en el cuartito de atrás, ese que olía a naftalina y traiciones viejas, ni de dejarme al sereno toda la noche. Aunque confieso: el sereno, un tipo bigotudo que hablaba con los gatos, se emborrachaba con vino peleón y me cantaba boleros al oído. Boleros que hablaban de amores truncos y lunas desinfladas, mientras yo, hereje del ritmo, soñaba con las sinfonías de Philip Glass. Un diálogo de sordos, como tantos en esta familia.  

Después, siempre había un después. Después acudíamos al borde de la laguna, esa que el Jipi —primo nuestro, hermano de nadie y amante de todas— adoraba como a un dios caprichoso. La laguna tenía su rampa de cemento carcomido y su pajonal que susurraba secretos en idioma de juncos. Nos perdíamos en los vericuetos del camino, nosotros, los eternos fumadores de la flor del conocimiento del bien y del mal. Flor que, debo aclarar, no era más que marihuana mala mezclada con orégano robado de la cocina de la abuela. Pero qué importa: el caso es que meandrábamos por el yuyal autóctono, llenos de penas y de cardos, como decía Miguel Hernández en aquel poema que nos aprendimos de memoria sin entender una palabra. Ahora pienso que quizás el poeta no hablaba de cardos, sino de esa verdura levemente mentolada que mamá consumía hervida, anunciando a gritos que todo lo que comía era veneno. Tenía razón, pero sólo a medias: lo peligroso no era la comida, sino el hambre con que la devorábamos.  

Recuerdo las mollejitas rebozadas al horno, ese manjar de dioses pobres que preparaba la tía Remedios los domingos de lluvia. Comíamos hasta que el estómago nos gritaba piedad, y luego salíamos al monte con las escopetas al hombro. Yo, pacifista por convicción y cobarde por naturaleza; el Mayor, que es gay desde antes de saber que esa palabra existía; el Negro, terrible pijudo que podría seducir a una estatua de mármol; el Mediano, casado dos veces y divorciado tres, maestro en el arte de no hacerse mala sangre; y el Jipi, ese santo pagano que adoraba la laguna y todas las vaginas desde Guido hasta Vivoratá. Curioso: a contrasentido de su apodo, jamás fumó nada que no fuera el humo de sus propios errores.  

Y ahí estábamos, flotando en esa niebla de adolescencia tardía, diciéndonos cosas que ya no importan. Lo que quería decirte —y quizás nunca dije— es que sobrevivir en nuestra familia era como bailar tango en un campo minado: todos pasos medidos, sonrisas falsas, y la certeza de que algún día todo iba a reventar. Ahora, cuando miramos hacia atrás en ese clima forzado —escopetas al hombro, miradas que esquivan el abismo—, yo recuerdo a mamá y a la madre de estos chicos, que era su hermana. Ellas comían eso: silencios cocidos a fuego lento, mentiras fritas en aceite recalentado. Lo bebían en tazones de porcelana agrietada, lo fumaban en pipas de barro mientras nos miraban crecer como yuyos venenosos.  

Por ahí no me entendés. Puede ser: tomé las pastillas cruzadas, perdí el bonete, o quizás el mundo siempre fue así de difuso. El caso es que seguimos siendo los mismos, sólo que con más arrugas que un elefante centenario, canas que parecen hilos de telarañas olvidadas, celulitis que dibuja mapas de islas desconocidas, bocas desdentadas que aún sonríen, neuronas fugitivas que se niegan a jubilarse. Tan iguales y tan diferentes que daba gusto. O asco. O algo que no tiene nombre pero sabe a sopa recalentada.  

Y las escopetas, siempre las escopetas. Ahora están descargadas, apoyadas en el rincón como bastones de ancianos. Apuntan al suelo, hacia esas raíces que algún día nos atraparán. Ya no hay peligro. O quizás sí, pero ¿a quién le importa? El verdadero veneno nunca estuvo en las medusas, ni en los cardos, ni en las balas. Está aquí, en esta risa que se nos quiebra al recordar que fuimos jóvenes, que fuimos dioses, que fuimos dueños de una laguna que ahora sólo existe en los versos malos de un contador poeta.  

Epílogo que nadie pidió:

Si este relato te parece confuso, piensa que así es la memoria: un tendedero de medias sucias donde cada calcetín cuenta una mentira diferente. Los primos siguen ahí, en algún lugar entre el mito y la factura de la luz. El Negro sigue girando, el Jipi sigue amando, sólo que desde el más allá y yo sigo aquí, escribiendo como si las palabras pudieran salvar algo más que el orgullo de no haber llorado delante del sereno.  

*(Fin del relato, o tal vez no. Las escopetas, descargadas, siempre pueden recargarse.)

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